El capitán general y jefe superior político de Nueva España[1] don Juan O´Donojú, partió por la puerta Merced hacia Xalapa el 19 de agosto de 1821. Atrás dejaba la amurallada Veracruz, escoltado por un vistoso contingente insurgente encabezado por el teniente coronel Antonio López de Santa Anna, que tenía la orden de acompañarlo todo el trayecto.[2] De Xalapa pasaron a Córdoba, a donde arribaron la mañana del miércoles 23, misma fecha en la que llegó, pero al anochecer, el jefe del Ejército Trigarante, Agustín de Iturbide, en medio de una pertinaz lluvia; sin embargo, esto no impidió que fuera recibido y ovacionado por la población, que incluso, como muestra de afecto, quitó las mulas de su coche para jalarlo ellos mismos hasta la casa donde pasaría la noche. En el trayecto, Iturbide observó por unos minutos la villa espontáneamente iluminada por los vecinos, mismos que a su vez, hacían difícil su avance debido a que se aglomeraban para verlo de cerca. Ya en su alojamiento, el caudillo pasó a ver a O´Donojú, con quien se fundió en un fuerte abrazo en medio de mutuas muestras de una cordial amistad, para enseguida saludar ceremoniosamente a la señora O´Donojú. Todo a la vista de una nutrida concurrencia que los vitoreaba y aplaudía a la luz de las antorchas. Al día siguiente, fiesta de San Bartolomé, ambos jefes oyeron misa en sus respectivos aposentos, saliendo posteriormente Iturbide en compañía de su secretario, José Domínguez Manzo, para encontrarse con el capitán general español en su alojamiento. Una vez reunidos y antes de empezar a tratar asunto alguno, el insurgente le dijo: “Supuesta la buena fe y armonía con la que nos conducimos en este negocio, supongo que será muy fácil cosa que desatemos el nudo sin romperlo.” Comenzaron entonces a deliberar los puntos que llevaría el tratado, y cuando finalmente llegaron a un acuerdo, lo pasaron a sus respectivos secretarios, presentando Domínguez Manzo la minuta, misma que llevó a O´Donojú quien invariablemente la aprobó, tachando únicamente y de propia mano un par de expresiones que lo elogiaban. Con ello, quedaba listo el Tratado de Córdoba[3], terminando de golpe con tres siglos de dominación española. El tratado en esencia era una confirmación del Plan de Iguala[4], pero con una variación importante: además de convocar al trono del imperio mexicano al rey Fernando VII, en caso de no aceptar o renunciar, se invitaría sucesivamente a dos de sus hermanos y a un sobrino; y si ellos tampoco aceptaran, “…el que las cortes designen”. Con esto, Iturbide abría las puertas para que pudiera aspirar al trono, contraviniendo el punto 4 del Plan de Iguala, que a la letra dice: “Fernando VII, y en sus casos los de su dinastía o de otra reinante, serán los emperadores, para hallarnos con un monarca ya hecho y precaver los atentados funestos de la ambición”, algo que finalmente sucedió cuando el jefe Trigarante ascendió al trono[5]. O´Donojú, por su parte, no notó o dio la importancia debida al sutil cambio que dejaba fuera del trono a las casas europeas si los mencionados no lo aceptaban, enviando al día siguiente una copia del tratado al mariscal de campo Francisco Novella, que tenía el mando de Nueva España tras la renuncia obligada del virrey Apodaca.[6] [7] [8]
Ya con el tratado en sus manos, Novella convocó la mañana del 30 a todas las representaciones de la capital a una junta de guerra, para que le aconsejaran como actuar bajo la difícil situación que estaban pasando. En la discusión, el coronel de ingenieros, Juan Sociats, expresó que O’Donojú carecía de un poder especial para firmar capitulación alguna y que no debía aceptarse esa resolución; por el contrario, que tanto él como sus compañeros estaban resueltos a sostener la legítima dependencia de la España hasta perecer, postura que fue secundada por otros militares más. Hubo también posiciones menos radicales, como la del arzobispo Pascual de Liñán, que a título personal expresó que mientras O’Donojú no fuera a México y se examinaran sus facultades, nada se podría hacer por haber firmado esos papeles.[9]
Con la firma del Tratado de Córdoba se pensó que la guerra llegaría a su fin; sin embargo, los jefes realistas en la capital y en la ciudad de Veracruz se negaron a aceptarlo, pues no reconocieron en el Jefe Político, Juan O’Donojú, la autoridad para firmarlo, como se verá a detalle más adelante. Por otra parte, antes de su salida hacia Córdoba, este personaje notó que sus proclamas provocaron molestia entre los comerciantes españoles, viéndose obligado a aclarar que su viaje hacia aquella villa tenía como fin buscar la paz y seguridad para todos. Bajo esta idea, ordenó al anciano mariscal José Dávila, que no permitiera el desembarco de los 400 hombres enviados desde la Habana para reforzar la plaza de Veracruz, instrucción que el 26 de agosto recalcó al también gobernador una vez firmado el tratado, pero con el agregado de que si ya hubieran arribado, los reembarcara y enviara inmediatamente de vuelta a Cuba con todos los auxilios necesarios (so pena de hacerlo responsable en caso de inobservancia), ya que “…lejos de ser útiles serían perjudicialísimas, porque entre otros males producirían el que se dudase de mi buena fe…”. También le aclaró que si aún no hubieran llegado, se enviara una embarcación para interceptarlos e informarles de su decisión, cosa que al gobernador Dávila no le agradó, por lo que lejos de obedecer, se alió con el subinspector de ingenieros y brigadier, Francisco Lemaur y con el comandante del navío Asia, Primo de Rivera, que igualmente estaban en desacuerdo con la firma del tratado y el reembarque de las tropas de auxilio. “…Y no acabo de comprender…”, expresó O’Donojú a Lemaur en una carta fechada el 7 de septiembre, “…Como a la penetración de vuestras mercedes se han escapado mil razones que justifican mi disposición sobre el reembarco de tropas procedentes de la Habana, y muchas más que convencen, no solo de la necesidad de firmar el convenio de Córdoba, sino que este es justo, equitativo y racional. No tiene igual fuerza las que se alegan para desobedecerme en lo primero y repugnar lo segundo”. El 15 de ese mismo mes, los vecinos de Veracruz hicieron llegar un documento al Ayuntamiento, en donde imploraban protección y exponían la “consternación y amargura en que nos han puesto las disposiciones que ha adaptado el señor gobernador intendente de la plaza en orden a su defensa.”[10] Disposiciones de Dávila, que buscaban resistir a cualquier ataque insurgente hasta donde lo permitiesen los recursos de que disponía. Y una vez consumidos estos, volaría los baluartes de Santiago y de la Concepción antes de retirarse a Ulúa con todo y la guarnición, para desde allí bombardear la ciudad en conjunto con los cañones del Asia. En aquel lugar permanecerían mientras tuvieran bastimentos, y luego incendiarían los almacenes de la pólvora, ordenando previamente a todos los barcos que se hicieran a la vela y abandonaran la rada, echando a pique los menos útiles para cerrar con ellos el canal y regresar a Europa una vez ocasionado todo el desastre. El 18, Lemaur le espetó a O’Donojú, por carta, lo siguiente: “En el caso en que nos hallamos vuestra merced fue aquí reconocido con el carácter de capitán general y jefe superior político de Nueva España y mientras no traspasase notablemente las atribuciones que le correspondían, todos en el ejercicio de ellas, le debemos obediencia…Todos sabemos también que vos no tiene facultades para pactar con ellos [con los insurgentes]…más declara virtualmente en su carta a este gobierno que ningunos poderes ha recibido del gobierno de España con este objeto.” Dávila, en igual fecha también le escribió rechazando los tratados e increpándole, también, su carencia de autoridad para firmarlos: “Luego vos ha firmado lo que entiende que desaprobará el rey, luego obra vos decidido a desobedecerlo. Y en este caso ¿cuál puede ser su derecho para exigir de los demás obediencia?...Digo vanamente, porque la firma de vos no podrá darle valor sino otra virtud de poder competente que para esto hubiese recibido del gobierno español: y careciendo vos de tal poder, su firma no supone, ni puede suponer, en consecuencia, otra cosa sino su privada y personal adhesión a los principios declarados de la misma independencia, sin que por consiguiente envuelva ninguna obligación para el gobierno de España, ni para ninguno de sus funcionarios y ciudadanos.” Entonces, el mariscal terminó por desconocer al capitán general, resolución que le hizo saber en muy duros términos a través de una misiva fechada el 4 de octubre: “Desde que vuestra excelencia se arrogó de poderes del gobierno la facultad de concluir dicho tratado, y aunque lo hubiera tenido, la de pretender sin la legítima sanción darle cumplimiento, dejé de reconocer a vuestra excelencia no solo por capitán general, más también por ciudadano español, y además le contemplé reo de los mayores atentados contra su patria, donde es seguro que nunca se presentará vuestra excelencia voluntariamente a justificarlos, ni menos a acusarme, por más que la política de su actual situación lo haga afectar lo contrario…Entre tanto, con las fuerzas que tengo defenderé esta plaza contra vuestra excelencia mismo y contra Iturbide, por el gobierno de España por la parte que pueda y hasta apurar los últimos recursos, que son más de los que sabe vuestra excelencia, sin que me muevan sus amenazas, ni sus poco delicadas ofertas de la protección de Iturbide, que miro con indignación y desprecio y sea esta resolución mía la última que le declaro, y este oficio el último papel con que a los suyos contesto.” Quién sabe si el capitán general y jefe político alcanzaría a leer esta respuesta; y si así lo hizo, cuál sería su sentir, pues cayó enfermo de una “pleuresía mortal” que en pocas horas lo llevó a la tumba, a las cinco y media de la tarde del 8 de octubre.[11]
El 11, Iturbide envió un ultimátum a Dávila, en donde en principio le reprocha que no hubiera obedecido las órdenes de O´Donojú, para enseguida agregar: “Es pues llegado el momento en que el gobierno independiente despliegue toda su energía; yo no puedo mirar con ánimo sereno la prolongada obstinación de Veracruz. O abraza esta ciudad el sistema generoso que han proclamado los demás pueblos de Nueva España, o vendrá a ser víctima de su pertinaz resistencia…Cuento (y creo que vuestra señoría no lo ignora) con fuerzas superiores para obrar por mar y tierra. Los veracruzanos, si no desisten de su temeraria oposición se verán reducidos dentro de poco a los últimos apuros, y entonces ¡vive Dios! No habrá lugar a honrosos acomodamientos…El señor coronel D. José Manuel Rincón, comandante de las tropas que marchan sobre esa ciudad va enterado de este oficio y lleva instrucciones y conocimientos para entenderse con vuestra señoría”.[13]
*****
La madrugada del 26, el coronel Manuel Rincón entró en la ciudad de Veracruz solo con un acompañante, siendo recibido con júbilo por los vecinos. El coronel llegaba invitado por el mariscal Dávila y también incentivado por las positivas respuestas que recibió del ayuntamiento y el consulado por su visita. Durante el día, conferenció en un par de ocasiones con el también gobernador, eludiendo este último entrar en materia con el propósito de formalizar un acuerdo para la entrega de la plaza. Algo que el coronel insurgente tenía planeado exigirle en una nueva entrevista fijada para el día siguiente, además de suspender de inmediato la extracción de artillería y municiones de la plaza que venía haciendo desde días atrás. Sin embargo, temprano en la madrugada, un grupo conformado por vecinos, alcaldes y regidores, se presentaron en su casa para informarle que el jefe español había abandonado sigilosamente la ciudad a las doce de la noche del 26. Ante el temor de los desórdenes que pudieran darse en la plaza por quedarse sin la protección española, el cabildo se vio en la necesidad de conferir interinamente el cargo de jefe político y militar de la plaza a Rincón.[14]
*****
En las reuniones con Rincón, Dávila hábilmente evitó comprometerse con algún tipo de acuerdo para la entrega de Veracruz; ganando con ello un poco de tiempo para concretar su traslado al castillo, aunque desafortunadamente para el jefe realista, se vio obligado a clavar, “para la seguridad de todas las embarcaciones del puerto”, las bocas de fuego de los baluartes que no pudo llevarse. Por otra parte, desde el momento en que decidió trasladarse a la fortaleza, almacenó allí municiones, enseres y bastimentos; además de llevarse a los soldados enfermos de los hospitales que pudieron desplazarse y 90 mil pesos de las cajas. Una vez conseguido su propósito, el mariscal desalojó sigilosamente la ciudad la noche mencionada junto con 200 hombres de la guarnición, dejando un oficio al ayuntamiento en donde expresaba su recelo y verificaba la adhesión del vecindario a la causa independista. Ya conocida la noticia, el cabildo pidió a Rincón que se presentara en la sala capitular, lugar donde se encontraba reunido, para acordar las medidas de orden y seguridad que debían seguirse, quedando todo esto por escrito en un acta que el oficial enviaría posteriormente a Iturbide.[15] [16] [17]
Una vez que el coronel organizó las patrullas y guardias con la milicia cívica y tomó las disposiciones necesarias para la tranquilidad de la ciudad, marchó al campamento de Santa Anna, situado a las afueras de la ciudad con una representación del cabildo. Durante el encuentro, que se dio a las dos de la mañana del 27, se habló de la conveniencia de reunir la división del xalapeño con las de Rincón, emplazadas a extramuros, para entrar juntas a la ciudad. Posteriormente, le acompañaron a la sala capitular, en donde se acordó que al día siguiente, a las nueve de la mañana, Santa Anna entraría a la plaza con sus fuerzas[18]. Sucedido esto, el ayuntamiento juraría fidelidad y lealtad al Imperio mexicano ante el jefe político y militar, para después ir ambos líderes al Te Deum que se habría de cantar. Ya con estos acuerdos, Santa Anna envió un comunicado urgente a su división en Santa Fe, para que se aproximaran a la ciudad, como finalmente sucedió a eso de las 11 de la mañana de este día.[19]
14 de noviembre de 1821. Castillo de San Juan de Ulúa
El anciano mariscal José Dávila caminó pensativo y con lentitud por un lado de la mesa, como sopesando y puliendo cada palabra y recuerdo que escribiría en las amarillentas hojas, similares a pergaminos, que se encontraban frente a él. Tras un momento más de cavilación, pasó la vista por las frías y carcomidas paredes de su aposento y se sentó en una crujiente silla. Remojó entonces la punta de su pluma en un tintero y empezó a escribir su parte al secretario de guerra: Inició explicando a detalle los motivos que lo llevaron a desalojar Veracruz y refugiarse en Ulúa, entre los que se encontraban la entrega de la capital de Nueva España a Iturbide por O’Donojú, así como su posterior insistencia a que él aceptara el Tratado de Córdoba. También argumentó que la plaza de Veracruz no requería de un gran esfuerzo para ser rendida y que no podía prometer ninguna defensa debido a que su fuerza se reducía a 100 hombres en estado de servicio, resto de la tropa que le enviaron como socorro desde la Habana, pues los demás habían desertado o caído enfermos a causa del mortífero clima y, “…ciertamente su muralla, que no es sino una mala cerca fácilmente accesible por muchos de sus puntos…” También señaló que la milicia cívica, formada principalmente por los dependientes de los comercios, y que tan dignamente se había comportado en la defensa de la ciudad el pasado 7 de julio, estaba muy reducida y desmoralizada por considerar inútiles sus servicios, al ver su causa comprometida y a O’Donojú unido a Iturbide. Por otra parte, en su texto desmintió y defendió al subinspector de ingenieros Francisco Lemaur y al comandante del Asia, Juan Topete, de haber sido quienes lo convencieron de retirarse al castillo, cuando ambos habían sido buenos consejeros, pero amenazados de muerte en pasquines y anónimos. Luego hizo referencia al encuentro que tuvo con una representación del cabildo pasado el 15 de septiembre; en donde describió que ellos, aunque de forma respetuosa y moderada, expresaron opiniones que no fueron de su agrado, por lo que “…recordando mis facultades y lo que pedía el honor nacional, reduje al silencio aquellas pretensiones, sin permitir que su discusión pasase adelante, bien para precaver toda exasperación no negué la esperanza de que fueran atendidas”. Igualmente, reconoció que no carecían de fundamento sus argumentos debido a sus duras disposiciones: “…pues se hacían minas en los llamados baluartes, y tenía declarado que los volaría cuando no pudiese prolongar la defensa de la ciudad, y que desde el castillo no permitiría en ella la permanencia de los enemigos aunque de aquí se siguiese en parte su ruina...” Para enseguida aceptar que sus expresiones eran balandronadas encaminadas a disuadir cualquier ataque insurgente y ganar un poco de tiempo: “…más todo esto era puramente ostentable y para imponer al mismo enemigo, obligándole, mientras reunía más fuerza, a que difiriese su ataque, y de esta suerte nos diese el tiempo necesario para los aprestos de la retirada al castillo que era lo que únicamente podía proponerme.” También admitió que no le fue fácil avituallar y armar a Ulúa, pues careció de manos y medios económicos suficientes para hacerlo, máxime que habían disminuido las entradas de la aduana y que los gastos generados por la llegada de O’Donojú con su oficialidad y todo el personal del navío Asia y de la corbeta Diamante, había dejado a la tesorería exhausta. Con respecto a la tropa Trigarante, no pudo evitar externar su repulsa a la caterva costeña, narrando que también buscaba dilatar algún ataque esperando que llegaran tropas insurgentes regulares de la capital y que fueran estas las que tomaran la plaza “…más bien que las de los llamados jarochos de estas cercanías, milicia irregular, semi bárbara y que no ansiando más que el robo hubieran desolado la ciudad,…” [20]
Exhorto en su redacción, el viejo soldado continuó con su misiva. Ni los gritos de ordenanza o el sonido de los clarines y cajas de guerra en la plaza de Armas de Ulúa lo distraían. Entre tanto, la tinta corría y las hojas pasaban con fluidez conforme las evocaciones y opiniones surgían impetuosas de su nívea pluma. En siguientes líneas, mostró ser aún poseedor de una gran astucia, que solo los años de experiencia pudieron darle. Narró que un subordinado de Santa Anna de nombre Fabio, encargado del mando en Puente del Rey, envió una carta al comandante de las tropas de la Habana, Juan Rodríguez de la Torre, a quien conocía de anterioridad, para convencerlo de unirse a la causa independentista. Rodríguez, fiel a su causa, mostró el escrito al viejo mariscal, quien a su vez, lo hizo del conocimiento y pidió opinión a Lemaur. Este, escribió entonces una respuesta para el insurgente, en donde supuestamente Rodríguez mostraba interés por unirse a los rebeldes, lo que llevó a que se concretara una reunión con el teniente coronel Santa Anna, una vez que este llegara a los alrededores de Veracruz y en presencia de un capitán suyo de apellido Oliva, jefe de un destacamento que se había mantenido a la expectativa cerca de la plaza. Lemaur entonces respondió con una serie de condiciones para la reunión, instruyendo en repetidas ocasiones a Rodríguez de cómo era la personalidad de Santa Anna. El plan consistió en convencerlo de no realizar, por lo pronto, acción militar alguna, con la esperanza de que más adelante pudiera capturar el castillo con todo y la ciudad. Finalmente se dio la entrevista, en donde Rodríguez se ganó la confianza del militar xalapeño, buscando este aprovechar la fuerza y conocimiento del primero dentro de la ciudad. Mientras esto sucedía y conforme Santa Anna se acercaba a Veracruz, Dávila recibió el 12 de octubre un oficio, junto con otro semejante dirigido al ayuntamiento, en donde el jefe insurgente buscaba generar confianza entre los vecinos, perdida a causa de su anterior forma de actuar contra la ciudad, y aunado a la “clase de tropas” que comandaba. Una vez que llegó a los alrededores de la plaza, pidió a Dávila una reunión a través de un emisario, a la que accedió, llevándose a cabo en una de las puertas de la ciudad. Durante la plática, el Trigarante buscó convencerlo con ofrecimientos, a los que el mariscal fingió tener interés pero con sus dudas, pues no había alguna carta o documento de Iturbide que respaldara las propuestas que le hacía. Santa Anna, eufórico, se comprometió a enviar un expreso a al jefe Trigarante para obtener el papel que confirmara sus dichos, y mientras tanto no haría nada contra la ciudad hasta su retorno. Por su parte, Dávila le pidió que en caso de capitular, para conservar el decoro, lo haría con el ayuntamiento en su representación, a lo que Santa Anna también accedió. Esto trajo para el jefe realista una inesperada ventaja, pues la sola mención de la palabra “capitulación” en un pase de revista realizada a la guardia cívica, junto con un documento que hizo circular Santa Anna, les hizo ver lo absurdo que era su promesa de que se evitarían los robos, pues se permitiría la entrada a una tropa que podría aprovecharse de ellos corriendo el riesgo de un asalto. Esto generó que se desconfiara aún más de los Insurgentes y que no cupiera la duda de que se llevarían a cabo saqueos una vez que la plaza fuera entregada, por lo que estuvieron dispuestos a rechazarla aumentando la guardia de los 80 hombres con que se contaba inicialmente a 300. Cuando llegó la respuesta de Iturbide, Dávila ya estaba en Ulúa, pues todas estas argucias le permitieron ganar el tiempo para concretar su traslado, ya que mantuvo a Santa Anna a la expectativa del 12 al 26 de octubre, en que finalmente el mariscal se embarcó al castillo. Y es que de haber sucedido un ataque, no habría podido oponer casi ninguna resistencia, pues aunque tenía montada la artillería de bajo calibre, no contaba con artilleros para operarlos ni podría sacarlos del Asia. Tampoco podría contar con otro auxilio, por estar enferma gran parte de la tropa o haberla perdido. Además, su comandante tenía la orden de hacerse a la vela para asegurar los caudales embarcados ante cualquier contingencia, como finalmente lo hizo cuatro días antes de que lo hiciera el mariscal. El clima fue otro factor que hizo complicado el traslado al castillo, pues un norte que duró varios días impidió barquear en el muelle para trasladar la artillería y otros efectos de guerra de gran peso, lo que finalmente se consiguió en el intervalo de tiempo mencionado. También resaltó en sus líneas la activa acción del administrador de la Aduana, que con su diligencia pudo cobrar deudas y con ese dinero avitualló la fortaleza, pagó sueldos, entre otros gastos, hasta por 80 mil pesos. Señaló también que podría haberse mantenido por más tiempo en la ciudad, de no haber llegado el coronel Rincón comandando las tropas que contra ella enviaba Iturbide. Como el insurgente se adelantó a su gente, Dávila escribió que le otorgó facilidades para entrar solo a la plaza, a sabiendas que esto excitaría la competencia que había entre él y Santa Anna. No estuvo mal en sus apreciaciones, pues las fuerzas de este último estuvieron inclinadas a combatir a las del primero. Y posiblemente así habría sucedido, de no haber sido por la oportuna llegada de una orden de Iturbide a Rincón, para que incluyera a Santa Anna en las operaciones del sitio. Todo esto lo supo el mariscal por el coronel insurgente, a quien aparentando confianza le dijo que estaba a la espera de la carta de Iturbide y que le preocupaba el avance de su división, ofreciendo Rincón que detendría su marcha hasta saber su decisión final. Finalizó su escrito resaltando y recomendando ampliamente a todos aquellos que de una u otra forma, lo apoyaron en esos difíciles momentos.[21]
Releyó todo su escrito y tras quedar satisfecho con ello, anexó los documentos en su poder que respaldaban sus dichos. Firmó grácilmente el parte y haciendo un rollo con los papeles, se levantó y salió de su aposento a paso lento pero firme. Afuera, la caída de la noche había provocado que se prendieran las primeras teas que iluminaban con su bamboleante llama, la plaza de Armas. Mientras que al poniente, la mortecina luz del anochecer aún permitía adivinar los contornos de las torres y cúpulas de Veracruz.
[1] La Constitución de
Cádiz (1812) no permitía el título de Virrey (Título VI, capítulo II, art.
324).
[2] Ver la entrega No. 6:
“La llegada de Juan O´Donojú a Veracruz” en este mismo blog.
[3] Centenario de la
Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, “Tratados de Córdoba”,
Secretaría de Cultura-INEHRM, https://constitucion1917.gob.mx/work/models/Constitucion1917/Resource/263/1/images/Independencia19_1.pdf (consultado el 10 de
octubre de 2024)
[4]
Centenario de la
Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, “Plan de Iguala”,
Secretaría de Cultura-INEHRM, https://www.diputados.gob.mx/Asesor-Legislativo/docs/7.Constituciones/Documentos/h.pdf (consultado el 10 de
octubre de 2024)
[5] Alamán relata que desde
la entrada de Iturbide a Puebla (2 de agosto de 1821), tras haber capitulado
los realistas, “El pueblo se agolpaba para verlo, y habiéndose alojado en
el palacio del obispo, tenía que presentarse frecuentemente en el balcón para
satisfacer la curiosidad pública…percibiendo algunas voces de viva Agustín I”.
Lucas Alamán, “Historia de Méjico…Tomo V”, p. 256-257
[6] Lucas Alamán, “Historia
de Méjico: desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el
año de 1808 hasta la época presente. Parte segunda. Tomo V”, Méjico, Imprenta
de J. M. Lara, 1852, p. 273-274
[7] Vicente Riva Palacio,
“México a través de los siglos. Tomo tercero. La guerra de independencia”,
Espasa y Compañía, editores, Barcelona, 1888, p. 740-741
[8] Carlos María
Bustamante, “Cuadro Histórico de la revolución mexicana. Tomo V”, México,
Imprenta de la calle de los rebeldes número 2, 1840, p. 231, 241
[9] Ibid,. p. 241
[10] El documento completo puede ser consultado en la entrega No, 6 de esta misma serie.
[11] Juan Ortiz Escamilla, “Veracruz. La guerra por la Independencia de México. 1821-1825. Antología de documentos”, México, Universidad Veracruzana, 2008, p. 78, 83-85. 87-88, 91
[12] Ibid,. p. 90-91
[13] Ortiz, op.cit., p. 92-93
[14] Ibid,. p. 93-94
[15] Bustamante, op.cit., p. 205
[16] Vicente Riva Palacio, México a través de los siglos. Tomo Tercero. La guerra por la Independencia, México, Ballesca y Compañía | Barcelona, Espasa y compañía, editores, 1888, p. 748
[17] Ortiz, op.cit., p. 93
[18] La división de Rincón lo haría hasta el 28.
[19] Ortiz, op.cit., p. 93, 94
[20] Ortiz, op.cit., p. 103
[21] Ibíd., p. 104-107
Fotografía del encabezado: Plaza de Armas de San Juan de Ulúa. Del acervo particular del autor.
Bibliografía
Alamán, Lucas, “Historia de Méjico: desde los
primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la
época presente. Parte segunda. Tomo V”, Méjico, Imprenta de J. M. Lara, 1852,
p. 273-274
Bustamante, Carlos María, “Cuadro Histórico de
la revolución mexicana. Tomo V”, México, Imprenta de la calle de los rebeldes
número 2, 1840, p. 231, 241
Centenario de la Constitución Política de los
Estados Unidos Mexicanos, “Plan de Iguala”, Secretaría de Cultura-INEHRM, https://www.diputados.gob.mx/Asesor-Legislativo/docs/7.Constituciones/Documentos/h.pdf
Centenario de la Constitución Política de los
Estados Unidos Mexicanos, “Tratados de Córdoba”, Secretaría de
Cultura-INEHRM, https://constitucion1917.gob.mx/work/models/Constitucion1917/Resource/263/1/images/Independencia19_1.pdf
Ortiz Escamilla, Juan, “Veracruz. La guerra por
la Independencia de México. 1821-1825. Antología de documentos”, México,
Universidad Veracruzana, 2008, p. 78, 83-85, 87-88, 91-94, 103-107
Riva Palacio, Vicente, “México a través de los
siglos. Tomo tercero. La guerra de independencia”, Espasa y Compañía, editores,
Barcelona, 1888, p. 740-741
__________, Vicente, México a través de los siglos. Tomo Cuarto. México Independiente, Espasa y Compañía, editores, Barcelona, 1888, p. 21