martes, 29 de marzo de 2022

El ataque filibustero-corsario a Veracruz de mayo de 1683 (*). Parte VI

 

(*) Este texto es parte de un trabajo que originalmente fue expuesto por el autor en la charla ¡Filibusteros, al ataque! Llevada a cabo en la librería "Mar Adentro" del puerto de Veracruz el 17 de mayo de 2018.

Luis Villanueva

Ciudad y puerto de la Nueva Veracruz

Jueves 20 de mayo

En la parroquia

    La estancia en el recinto religioso se tornaba cada vez más insoportable. El calor, la pestilencia, el hambre y la sed, aunado a lo atiborrado del lugar y a los sufrimientos de los heridos y enfermos, hizo que el capitán Fermín de Zazueta y el alcalde ordinario Miguel de Azcué, fueran con uno de los cabos filibusteros para pedirle hablar con Lorencillo y Van Hoorn, petición que le fue concedida solo al primero.[1]



*****
    Van Hoorn se encontraba sentado frente a una mesa en la planta alta de las casas reales, cuando uno de sus hombres se acercó para decirle que el español que deseaba hablarle se encontraba allí. El corsario observó por un instante al oficial antes de permitir su entrada; llamándolo un instante después con la mano, el holandés le preguntó irónicamente desde su asiento:

- Señor, ¿a qué debo el honor de vuestra visita?

- General.- Zazueta hizo lo posible por disimular el desprecio que sentía, yendo al grano desde el principio. -Todos en la iglesia están muriendo de hambre y enfermedades. ¿Cuáles son los motivos y delitos que aquella pobre gente, de las mujeres y los niños, para padecer tantos trabajos? ¿Por qué se nos han negado los alimentos, se escasea el agua y niegan todo consuelo?

    Van Hoorn solo escuchaba. No se tomaba la molestia de ver a su interlocutor. El antebrazo apoyado en la mesa, en donde algo de comida, una garrafa y un vaso con algún licor eran lo único visible. Zazueta, de pie y custodiado por un par de filibusteros, continuó:

 -¿No han cedido todos sus caudales? ¿No han dado hasta lo necesario para su decencia? ¿Pueden hacer más?

    El capitán guardó silencio por un momento esperando alguna reacción del corsario, pero este permaneció impasible, por lo que prosiguió:

-Las cabezas de familia han ofrecido ya para su rescate más de lo que pueden. La suma inmensa que se pide por el recate de la plaza, si la hay en ella, ya está en vuestras manos. Si no la hay, sería necesario recurrir a lugares setenta y ocho leguas distantes, donde tenemos nuestros corresponsales. El capitán tomó un poco de aire. -Esto no puede hacerse en poco tiempo como pretendéis, y sí tarda algunos días, ¿para qué es tratar de rescatarnos después de la muerte de nuestras mujeres y de nuestros hijos, después del saqueo de los templos y de cuanto tenemos más amable que la vida misma?-

    Van Hoorn continuó guardando silencio. Dio un sorbo del vaso mientras miraba hacia la plaza a través de los arcos del primer piso, en donde un grupo de negros recogía y transportaba, entre cintarazos y amenazas de varios franceses, alguna mercancía.

-Señor. Sus palabras han sido muy elocuentes y han movido a mi piedad.- Respondió tras finalmente voltear a verlo. -Aumentaré las porciones de agua y alimento y prometo que pronto os pondré en libertad.- En ese instante se puso de pie. Zazueta dio un paso atrás desconfiado. -Por favor, disculpe mi falta de cortesía. Acompáñeme usted en la mesa[2]. ¡Traigan una silla y un vaso para el señor…! Disculpe, ¿cómo se llama usted?

-De Zazueta. Capitán Fermín de Zazueta.- Van Hoorn se propuso no olvidar a ese hombre.

*****

    Este mismo día los filibusteros sacaron de la iglesia a todos los negros y mulatos (alrededor de dos mil cuatrocientos). A los varones los usaron para llevar a los navíos, en hombros y en carros, la plata, ropa, grana, jamones, bizcochos, harina, aceite y vino de las tiendas y bodegas de la ciudad; mientras que a las mujeres las llevaron a los corrales de palacio. Entre tanto, a los jóvenes se les dio permiso de ir a buscar agua para saciar un poco la sed de los prisioneros.

    El infortunio hizo que un filibustero francés encontrara seis platos de argentífera hechura, escondidos debajo del altar a San Cayetano. Esto dio pie a que, a eso de las cuatro de la tarde tres franceses con un hacha, junto con un mulato nacido en la ciudad y conocido de los vecinos, revisaran todos los altares en búsqueda de más objetos de valor.

    El mulato, cargando una carabina, escoplo y martillo, se aproximó a la caja del Santo Sepulcro. Esta era de ébano, marfil y plata, la cual rompió para desclavar los pequeños tachones con forma de serafines, labrados en el blanco metal y quitarle la colcha a la imagen del cuerpo. Luego se aproximaron al Santo Cristo de la Espiración para quitarle los clavos de los pies, fabricados también en plata y forzaron la caja de las limosnas de las ánimas, de donde extrajeron el dinero.

    A la virgen de la consolación, el negro, sin dudarlo un instante, le quitó su corona, para en seguida correr la cortina de la capilla donde se encontraba el Santo Cristo de la Consolación (del socorro o del buen suceso)[3], que tenía los clavos, rótulo y potencias de plata maciza. El pequeño grupo se quedó viendo la imagen de tamaño natural por un momento, para luego seguir con su búsqueda sin llevarse nada. Entonces, el vicario Álvarez de Toledo, temeroso, los llamó y les dijo señalando el adoratorio:

-Su señoría. No me hagan cargo de que usurpo o escondo cosas de plata y después me quiten la vida; y sí les digo que el Santo Cristo de aquella capilla tiene las potencias, el rótulo y los clavos de plata.

    Los filibusteros, al escuchar “plata”, reaccionaron preguntando. “¿Dónde estar plata?” Entonces, Álvarez respondió mientras volvía a señalar el Cristo. -¡Allí, allí está la plata!- Los piratas regresaron a donde estaba la imagen y permanecieron frente a ella por un par de minutos más, observándola, para nuevamente retirarse sin haberle quitado nada. Desesperado, el vicario mandó al sacristán a que le quitara los objetos de plata para dárselos a ellos. Ya estaba el hombre arriba de la base, cuando el padre franciscano Juan de Ávila, que había estado observando todo, le sorrajó:

-¡Deje eso allí, que ni se usurpa ni se esconde nada, pues está a la vista con la cortina corrida y descubierta…! El sacristán lo miró desconcertado y luego al vicario. En uno de sus ojos, una nube se hacía patente. Ávila continuó: -¡…Y ya se le ha dicho al enemigo y esa no es decisión de un cristiano, cuanto más de un sacerdote!- Álvarez de Toledo, ignorando las palabras del franciscano, por segunda ocasión llamó a los saqueadores para señalarles la presencia del valioso metal. Estos retornaron y nuevamente observaron al Cristo detenidamente, para finalmente retirarse sin la plata. Este suceso fue calificado como un milagro, pues “no permitió la Divina Majestad que se los quitasen”.


Rótulo y potencias de plata

El pequeño grupo de filibusteros continuó entonces con la búsqueda de más objetos de valor. Así llegaron al sagrario de San Sebastián, de donde sacaron una urna de plata que era utilizada durante la semana santa. Luego, en la sacristía, el mulato abrió el sagrario de un carabinazo para inmediatamente tomar los ciriales y la cruz parroquial. Allí tomó el copón y tiró al suelo las formas consagradas mientras reía y expresaba burlonamente:  -¡Ah, este vaso está bueno para beber vino!- Estos sacrilegios provocaron que de algunos ojos surgieran lágrimas de impotencia y humillación.[4] [5] [6]

*****

-Por venganza.- Fue la respuesta que dio Van Hoorn a Zazueta a su pregunta de por qué habían atacado Veracruz. El licor y el sopor de la comida le soltaban al holandés la lengua. -Hace algunos meses llegué a Santo Domingo con un armazón de negros sin despacho de España.- Se estiró entonces, poniendo sus manos en la nuca mientras hablaba. -Allí, el presidente me dejó desembarcarlos para vendérselos; pero el muy maldito, cuando le pedí la paga, se burló de mí diciéndome que me daría libranza en Lorencillo, pues este acababa de robar el situado de aquella plaza.[7]- De pronto, Van Hoorn se incorporó y poniendo ambas manos en la mesa, acercó su moreno rostro a Zazueta, quien permaneció estoico ante la reacción. El fétido aliento alcohólico lo envolvió por unos instantes, mientras escuchaba su voz casi en susurro.

-Por eso fue lo organicé todo, capitán; y las consecuencias de sus burlas y robo están siendo pagadas con creces.


 Ciudad y puerto de la Nueva Veracruz

Jueves 20 de mayo

En la plaza de Armas

Después del saqueo a la iglesia mayor, surgió la idea de que muchos tenían valores escondidos en sus casas, por lo que fueron sacados de la parroquia varios negros y mulatos, esclavos de los vecinos más acaudalado, para llevarlos a la plaza de Armas. Allí, los filibusteros comenzaron a torturarlos para hacerles confesar en donde tenían ocultos sus amos los tesoros.
    A un negro del capitán Gaspar de Herrera (contrabandista que había hecho su fortuna con el comercio de esclavos, sal y chocolate, entre otros bienes), lo colgaron en medio de la plaza. Como no confesó nada, lo mataron a cuchilladas y golpes. Viendo lo anterior, una negra, también del mismo capitán, confesó que su amo sí tenía escondida cierta cantidad, por lo que fueron por él a la parroquia. Sacado en vilo y llevado también a la plaza, Herrera negó insistentemente que fuera verdad, entonces fue colgado de los testículos[8], haciéndolo confesar en medio del intenso sufrimiento. Luego lo llevaron casi arrastrando junto con la negra hasta su casa, en donde entregó 1600 pesos que tenía escondidos.
    Otro que recibió un trato semejante fue Zazueta, que también era uno de los vecinos más acaudaladas de la ciudad. El haber comido y bebido con Van Hoorn no fue impedimento para que fuera sacado de la iglesia en medio de ofensas y amenazas, para que confesara en donde tenía escondidos sus valores. Él contestó que todo lo que poseía se había quedado en su casa y que era tanto, que nadie podría afirmar que hubiera ocultado algo. La respuesta no fue del agrado de sus agresores, que comenzaron a darle de cintarazos para luego colocarle en el cuello un filoso alfanje, haciéndole prometer bajo amenaza, cierta cantidad de dinero por su rescate. Así se continuó con todos los vecinos de distinción y caudales, para luego seguir con los prelados.
    Al primero que llevaron a la plaza fue al rector del colegio de la Compañía de Jesús, el padre Bernabé de Soto. Hombre maduro (tenía 53 años en ese momento[9]), resentido físicamente por trece años como misionero, llegó debilitado por la falta de alimento y agua ante la presencia de Lorencillo, que había estado viendo todo. Este le ordenó ponerse de rodillas en una estera y a juntar las manos en el pecho en un ademán humilde y respetuoso.
    El alto y adusto holandés lo observó desde su cómoda y mullida silla, sacada seguramente de alguna rica casa de la ciudad. Sus risos largos y rubios escurrían por la parte baja del sombrero chambergo adornado con plumas que portaba, mismo que hacía juego con su ropilla, el jubón, la capa larga y las botas altas de mosquetero. La ropilla, ceñida al cuerpo por un apretado cinturón de cuero, sostenía una pistola de chispa con remate de bola y una espada ropera. 
    Varios filibusteros rodeaban rector, mientras que en las cercanías y como si de un circo se tratara, muchos más esperaban expectantes el espectáculo en medio de gritos y risotadas alcoholizadas. Uno de ellos le espetó al prelado:
-¡Eres el ser más indigno del mundo!  Tu y todos los tuyos van a morir…pero podemos darte una oportunidad: El gobernador ha ofrecido por su rescate setenta mil pesos. ¿Cuánto ofreces por tu colegio y tus compañeros?- De Soto apenas alcanzó a balbucear, más que responder, debido al estado de endeblez en que se encontraba.
-Todo cuanto teníamos se ha quedado en el colegio…- No pudo terminar la frase. Un fuerte empujón lo hizo caer de frente, pero alcanzó apenas a meter los antebrazos antes de chocar con el suelo. En su rostro, un rictus de dolor se hizo patente.

- ¡Tienes que dar 50 mil pesos!

- ¡Pero no tengo siquiera un maravedí!

-¿Cuánto ofreces?

El jesuita caviló por un momento. La resignación era visible entre las arrugas de su rostro. -Puedo escribir al padre provincial para que nos mande quinientos pesos…- Un duro golpe con el grueso alfanje cayó sobre su espalda, haciéndolo morder, ahora sí, el polvo. A este siguieron varios más sobre la humanidad del pobre hombre, que solo acertaba a quejarse mientras se revolcaba en la arena. Entonces, el francés alzó la cabeza del prisionero y colocó su alfanje en el cuello. Los rayos del sol en el ocaso se reflejaron, anaranjados, en la pulida hoja. El padre cerró entonces los ojos ante lo que creía inminente, cuando un segundo filibustero retiró el arma de su compañero mientras le decía:
- ¡Te perdono la vida, pero deberás conseguir tres mil pesos!- De inmediato, el padre fue levantado y arrastrado al Palacio, en donde lo aventaron a un cuarto fuertemente custodiado.

    Al segundo que llevaron fue al padre fray Fernando Ricardo, guardián del convento de San Francisco. A este le pidieron mil pesos por el convento y sus frailes. Al responder que no los tenía, le dieron de palazos y le hirieron en un brazo. Enseguida, le pusieron una soga en el cuello y lo alzaron. El pobre hombre se mecía de un lado a otro, mientras cambiaba de color; sus manos en la cuerda buscaban con desesperación aflojarla. Finalmente, le dejaron con vida y lo llevaron también al palacio, pero no sin antes obligarlo a escribir una carta a su provincial para que enviase mil pesos. Pasarían días antes de que desapareciera de su cuello la rojiza marca dejada por la soga. Sabido de todas las vejaciones pasadas por los otros clérigos, el padre prior de Santo Domingo, una vez en la plaza, prometió sin chistar dos mil pesos, mismos que también pidió a sus superiores por carta.[10] [11] [12] [13] [14]

*****

    El general Nicolas Van Hoorn observaba todo desde una corta distancia. Viendo que aun con este circo era poco lo que se estaba obteniendo, ordenó colérico a su gente: -¡Lleven de inmediato a toda la gente importante a las casas reales!

    Al palacio fueron llevados el gobernador Luis Bartolomé de Córdoba, muy lastimado por los golpes y cintarazos que había recibido; todos los prelados y hasta veinte hombres de los más ricos. Allí fueron hincados en el suelo, custodiados por un grupo de filibusteros fuertemente armados.

    De estatura más baja y con la piel cobriza por el sol, Van Hoorn, el ex negrero y corsario holandés. era la viva imagen de la impaciencia e impulsividad.

-Señores, ustedes no están cooperando.- Dijo mientras caminaba de un lado a otro con una de las manos en la espalda, el alfanje en su cintura moviéndose rítmicamente al compás de sus pasos, le daba un aire marcial. Su semblante serio era resaltado por el cabello castaño oscuro que se dejaba ver bajo el sombrero; la boca era solo una línea contraída por una mandíbula cuadrada y fuertemente apretada.  -Si continúan sin cooperar, quemaré la ciudad y haré pasar cuchillo a todos ustedes junto con los prisioneros de la iglesia.- Un rumor cargado de temor se escuchó entre los detenidos, Van Hoorn prosiguió: -Pero si ustedes me dan 20 mil pesos en reales, no cumpliré con esta sentencia.- La voz, dura en principio, mostraba en este momento algo de cordialidad.

    -Señor.- Uno de los vecinos se atrevió a hablar nerviosamente. -No veo cómo podríamos cumplir con su exigencia. Todo lo han tomado ustedes…- Van Hoorn, sin voltear a ver a su interlocutor, estalló repentinamente con un violento ademán que sorprendió a todos, filibusteros y prisioneros.

-¡Traigan toda la leña que encuentren en las casas y tiendas, vamos a abrazar la iglesia con todos adentro!

-Su señoría.- El vicario Álvarez de Toledo, oyendo lo terrible de la amenaza, intervino de inmediato. -Si usted lo permite, Intimaré desde el púlpito a que todos entreguen sus joyas y dinero oculto, pero a cambio, os ruego nos perdone la vida.- Al escuchar esto, Van Hoorn se calmó. Su torva mirada brilló por un momento debajo del sombrero de cuero y ala ancha que le cubría…

*****
La repentina llegada a la parroquia de todos los que habían sido llevados ante el general, provocó un alud de preguntas entre la gente, pues querían saber los acuerdos que habían logrado con sus captores. El ruido de las voces continuó por unos minutos más, hasta que el vicario pudo abrirse paso entre la compacta masa humana para subir al púlpito. Entonces se hizo el silencio.

-El señor general, don Nicolás Bruñón[15], de quienes somos hoy humildes prisioneros, es tan piadoso que nos concede la vida con tal de que declaremos lo que hubiésemos escondido entre nosotros o en nuestras casas, en los pozos o en los médanos.- Algunos murmullos surgieron entre la gente. El cura prosiguió: -Y amenaza también, con pena de vida, al que usurpare algo en este punto. Para lo cual, dará tormento a los esclavos y sabrá por sus confesiones lo que se ha ocultado, ejecutando sin remedio el castigo a aquél que no hubiese manifestado todo lo escondido. Así, señores, ¡por amor de Dios salvemos las vidas y que se pierda lo demás!- La voz se empezó a escuchar entrecortada, algunas lágrimas empezaron a recorrer sus mejillas. -¿Qué tanto podría haberse ocultado sino muy poco comparado con todo lo que se han hurtado? ¡Acabemos con este padecer antes de que muramos de hambre y sed!

Sus palabras y lágrimas fueron lo suficientemente elocuentes para mover a mucha de la gente a declarar. Un poco más tarde, en el coro de la parroquia y en presencia del contador Illorueta, del capitán Arias, del capitán Carranza, del vicario y cuatro filibusteros, la gente empezó a entregar sus joyas y dinero. Así, comenzaron a reunirse anillos, sarcillos, perlas, relicarios, gargantillas, pulseras y cajuelas, entre otras piezas de oro y plata, mismas que dieron un valor total de 1 400 pesos.

Es de mencionar el temor tan grande que sentían las mujeres, que una de ellas reportó tener ocultas en su casa alhajas por un valor de 7 mil pesos y otras más, ni la tumbaga conservaron. A estas joyas se añadió que varias personas declararon tener escondidas cantidades en reales que variaban entre los dos y cuatro mil pesos. Así, esa tarde, solo lo recolectado en la iglesia sumó más de cinco mil pesos. Sin embargo, los filibusteros no quedaron satisfechos, volviendo a decir que todos habrían de morir por no querer entregar la plata y que, además, quemarían la ciudad. Pero Van Hoorn, haciendo alarde de magnanimidad, finalmente dijo que “por esa poquedad les daba la vida”.[16] [17]

Esa noche, la guardia fue doblada en la parroquia y con los alfanjes en la mano, obligaron a que los cautivos tuvieran la cabeza agachada y guardaran silencio. Fue increíble que, habiendo tantos hombres, mujeres y criaturas, nadie chistaba ni se moviera. Pero no hubo tranquilidad, pues los mismos captores corrieron la voz de que los habían hecho callar para degollarlos, ¡Corni, corni, ya poco vivir ahora lo mirar! Repetían a gritos, por lo que esa noche nadie durmió esperando la hora en que los asesinarían. Además, súplicas y gritos salían de la sacristía, en donde los inhumanos asesinos y ladrones entraban para violar a varias mujeres que habían metido allí. En medio de todo y dando el toque surrealista, un francés borracho que estaba de guardia, se la pasó diciendo incoherencias toda la noche.

Semejante situación se daba en las casas reales, donde los tres prelados recluidos permanecieron por horas esperando la muerte, pues cada vez que llegaba alguien, los amenazaba con quitarles la vida. Esto se intensificó aún más pasada la medianoche, cuando los filibusteros, ya borrachos, se tornaron más audaces y agresivos en contra ellos.[18]

(Continuará)

[1] Diego de Rivera, “Relación verdadera de la entrada que hizo el enemigo a la ciudad y puerto de la Nueva Veracruz con lo sucedido en un aviso que entró en ella en abril de este año de 1683. Escrito por el bachiller D. Diego de Rivera presbítero”, en Papeles varios del reinado de Felipe IV. Tomo II, p. 237

[2] Francisco Javier Alegre, Historia de la Compañía de Jesús en Nueva España, J. M. Lara, México, 1842, p. 36

[3] Por una errónea interpretación, se ha creído que la capilla a la que se hacer referencia y que se encontraba dentro de la parroquia, era la actual capilla del Cristo del Buen Viaje. 

[4] Juan Ávila, “Pillage de la ville de Veracruz par les pirates le 18 Mai 1683 (Expedición de Lorencillo), en Amoxcalli (sitio web), consultado el 1 de septiembre de 2018, http://amoxcalli.org.mx/paleografia.php?id=266,, f. 5v

[5] Agustín de Vertancurt, Crónica de la provincia del Santo Evangelio de México. Tomo III, Imprenta de I. Escalante, 1871, p. 243

[6] Agustín Villaroel, “Primera invasión de Veracruz por Lorenzo Jácome y Nicolás Banoren ocurrida en el año de 1683”, en Ignacio Cumplido, El Mosaico Mexicano o colección de amenidades curiosas. Tomo I, México, imprenta de Ignacio Cumplido, 1840, p. 401

[7] Portal de Archivos Españoles (PARES), “Autos contra el corregidor y otros”, Gobierno de España. Ministerio de Cultura y Deporte, (consultado el 27 de febrero de 2022), f.135

[8] Esta es la versión que da Agustín de Villarroel, Sacristán Mayor de la parroquia y testigo del ataque filibustero. Misma que contrasta con la dada por Agustín de Vetancourt, quien dice que a de Herrera “le echaron una soga al cuello con amenaza de ahorcarle porque descubriese si tenía algún dinero oculto”.

[9] Francisco Zambrano, Diccionario bio-bibliográfico de la Compañía de Jesús en México, México, Edit. Tradición, 1975, p. 82

[10] Ávila, op. cit., f. 4

[|11] Alegre, op. cit., p. 35-36

[12] Villaroel, op. cit., p. 401

[13] Vertancurt, op. cit., p. 243

[14] Uluapa Senior, “1683: Carta del rector del colegio jesuita de la Nueva Veracruz”, Veracruz Antiguo, https://aguapasada.wordpress.com/2016/05/31/1683-carta-del-rector-del-colegio-jesuita-de-la-nueva-veracruz/ (consultado el 1 de enero de 2021)

[15] Esta era una de las formas en que entendían muchos de los españoles el apellido Van Hoorn. En diferentes documentos he encontrado otras interpretaciones: Nicolás Banoren o Banorén, Nicolás Bonoor o Bonor, Nicolás Bronon y Nicolás Agramont. Este último, posiblemente como resultado de la unión de su nombre del ex negrero con el apellido de Michel Grammont, su teniente en esta empresa.

[16] Ávila, op. cit., ibídem

[17] Alegre, op. cit., p. 37-38

[18] Senior, op. cit., ibídem

sábado, 26 de marzo de 2022

El ataque filibustero-corsario a Veracruz de mayo de 1683 (*). Parte V

 

(*) Este texto es parte de un trabajo que originalmente fue expuesto por el autor en la charla ¡Filibusteros, al ataque! Llevada a cabo en la librería "Mar Adentro" del puerto de Veracruz el 17 de mayo de 2018.

Luis Villanueva

El general Nicolaas Van Hoorn, acompañado por su menor hijo, caminaba por la plaza de Armas observando con satisfacción cómo iba aumentando la pila de plata labrada, reales, cálices, custodias, lámparas, vasos sagrados, joyas, grana cochinilla[1] entre otras mercancías. A su espalda, las casas reales y la parroquia, se veían grises a la luz mortecina del amanecer, al igual que el resto de las construcciones al otro lado de la calle. En la esquina junto a la parroquia, algunos de sus filibusteros pateaban en el suelo a un hombre de mediana edad, mientras que una mujer a gritos pedía que cesaran el maltrato. Los asaltantes, lejos de apaciguarse, lo golpeaban con más saña, haciendo surgir del hombre dolorosos lamentos. De pronto, un par de ellos levantaron al semi desmayado y sangrante hombre en vilo, mientras que un tercero acercaba su sucio y barbudo rostro para susurrarle algo. Los dientes amarillos, similares a grandes granos de maíz, se hicieron visibles a la gente que observaba la escena, misma que lanzó una exclamación de horror cuando el hombre clavó su alfanje en la humanidad del cautivo. Este apenas alcanzó a lanzar un suave gemido antes de ser soltado y quedar inerte en el suelo. Entonces, la mujer soltó un largo grito de dolor, a la vez que intentaba correr hacia el caído, pero la gente a su alrededor se lo impidió tomándola con fuerza de su cintura y brazos. Todos los que estaban en la plaza observaron la acción sin poder hacer nada, sintiendo el horror de ser alguno de ellos la siguiente víctima de esos desalmados.

Mientras tanto, el padre Juan Ávila observaba horrorizado como en la cárcel, a un costado de las casas reales, un francés era asesinado de un balazo por no haber querido unirse a los filibusteros. Van Hoorn, impávido, también observó lo ocurrido con el galo y luego continuó su andar por los contornos de la plaza. Los llantos, súplicas y quejidos de los heridos surgían de todas partes y se iba incrementando conforme más gente era llevada a ese lugar, pero él no los escuchaba.

Para el ex negrero holandés, la captura de la Nueva Veracruz había sido más fácil de lo que esperaba y las riquezas, más grandes de lo que había imaginado. En su andar, regaba la vista sobre la gente que, a su vez, lo miraban con recelo y temor. Él los observaba con desprecio y arrogancia; no así su hijo, quien al pasar frente a un grupo de franciscanos incluso se quitó cortésmente el sombrero a modo de saludo.

*****

El sargento Juan Chávez, herido en un brazo despuésde enfrentar a los asaltantes, se mantuvo en los portales del cuerpo de guardia observando como los filibusteros seguían llevando mercancía y más gente en medio de amenazas, insultos, garrotazos o cintarazos, para posteriormente sentarla en la arena. A eso de las siete de la mañana, la cantidad de personas en el sitio era tal, que fue necesario buscar un lugar para tenerla más controlada y vigilada.

Entonces los filibusteros recibieron la orden de romper los cerrojos y abrir la puerta de la parroquia que miraba hacia la plaza. Enseguida, hicieron filas a ambos lados de la entrada y comenzaron a introducir en el edificio a los primeros seiscientos vecinos de la ciudad, no importando raza, edad, género, credo o nivel económico.

Hacia las 9:00 de la mañana casi toda la población se encontraba en el interior de la iglesia; esto es, alrededor de cinco mil almas[2]. Entre tanto, en la puerta se apostó una compañía de filibusteros con banderas rojas[3] ondeando al compás que les marcaba la brisa matinal.[4] [5] [6] [7]

Ciudad y puerto de la Nueva Veracruz

Martes 18 de mayo

En la parroquia

A las 9 de la mañana, la gente en la iglesia empezó a sentirse los estragos del calor, la sed y el hambre; sobre todo los menores de edad, que sin entender lo que sucedía, clamaban por agua y comida. Para el medio día, el hacinamiento obligó a los cautivos a estar de pie pegados unos contra otros, pues salvo aquellos que habían alcanzado a huir hacia los médanos (muy pocos), el resto de la población estaba allí encerrada. Con el transcurrir de las horas y la llegada de más gente, fue aumentando la temperatura en el interior del recinto, provocando la sofocación de no pocos cautivos. Para colmo, los filibusteros llevaron algunos muertos de las cercanías para que fueran enterrados dentro de la iglesia por los vecinos que, a base de golpes e improperios de sus captores, eran obligados a apretarse aún más para poder abrir espacio, cavar y enterrar a los difuntos.

No corrieron la suerte de una mejor tumba aquellos que fallecieron en calles más alejadas, pues solo fueron cubiertos de arena en el mismo lugar donde murieron. Es de notar que todos estos muertos tenían balazos solo en la cabeza, lo que hacía ver el grado de crueldad de sus asesinos, quienes si dudarlo cegaban así la vida de todos los que trataban de oponerles resistencia o intentaban escapar.

El calor de mayo también hizo que el aire en la parroquia comenzara a tornarse fétido debido a los aromas fétidos que el sudor,[8] las excretas y los muertos enterrados muy superficialmente, producían, llegando al punto de hacerlo irrespirable. Con esto, otros más desfallecieron, principalmente niños. Poco a poco la desesperación de la gente fue tornándose tan grande que empezaron a clamar al cura vicario de la parroquia, Benito Álvarez de Toledo, por agua y alimentos.

El ver a la gente sufrir y aunado al constante y lastimero llanto de las criaturas, conmovieron al religioso que como pudo, se abrió paso entre la gente hasta llegar a la puerta. Allí pidió a los guardias permiso para hablar con el general, pero los filibusteros le dijeron que quién era él para buscar al señor Van Hoorn. Finalmente pudo conseguir, a base de muchos maltratos, que les fueran dados dos costales de bizcochos duros y algunas botijas de agua; los cuales más que repartidos, fueron arrebatadas por la gente, quienes en el intento por obtener un poco de aquella agua y comida se lastimaban o peleaban entre ellos.

A las cinco de la tarde se escucharon una serie de cañonazos, mismos que hicieron pensar a los más incrédulos que la flota española había llegado y enfrentaban a los ladrones. Pero pronto supieron que estaban arribando algunos de los barcos filibusteros al fondeadero de la isla de Sacrificios y que eran saludados desde los baluartes con salvas en medio de la algarabía de los franceses y demás compinches, que observaban la escena desde la playa de la ciudad o desde los Hornos.

Al caer la noche, cientos de velas de cera fueron encendidas dentro de la iglesia para tener vigilados a los prisioneros. Sus rostros reflejaban las penurias y la angustia del día, amén del cansancio, el hambre y la sed. Pero quienes sufrieron un suplicio extra fueron las mujeres, las cuales eran sacadas del sagrado recinto sin importar raza, riquezas y si eran solteras o casadas, para hacer de comer o satisfacer las bajezas de aquellos despiadados hombres. Una recién casada llamó la atención de uno de estos rufianes. Al intentar sacarla fue defendida por su marido, un doctor, que forcejeó con el filibustero. La gente, impávida, observó el enfrentamiento sin intervenir, hasta que el francés tomó su escopeta y sin pensarlo, jaló del gatillo. El estampido resonó como un trueno dentro de la iglesia, haciendo que la gente soltara por un instante gritos de terror. En el suelo y en medio de un charco de sangre quedaron los cuerpos de la pareja, muertos a un mismo tiempo.[9] [10] [11]

*****

Una de las primeras medidas que tomaron los filibusteros con la ciudad bajo su control, fue la de organizar una compañía de caballería con los caballos y mulas de la plaza. Con ella salían al amanecer y al atardecer a reconocer las playas y los médanos, alejándose tanto de la ciudad que en ocasiones regresaban con prisioneros tomados de las rancherías de los alrededores.

En sus recorridos, llevaban el clarín y la bandera del palacio, además de ir los animales “jaerzeados[12]” con colchas de seda tomados de las casas ricas. Este día, la patrulla dio con Félix Daza[13] quien, al tratar de escapar, fue prácticamente cazado y muerto en un sitio conocido como “La Ciénega” por un grupo de 25 hombres montados.[14] [15]

Ciudad y puerto de la Nueva Veracruz

Miércoles 19 de mayo

En la parroquia

El nuevo día llegó tan caluroso y soleado como el anterior. A eso de las diez de la mañana, en la plaza de Armas, Lorencillo observaba el botín acumulado durante el día anterior. Si bien los filibusteros seguían llevando mercancías de la más diversa índole, a su modo de ver le pareció que no era toda la que había en aquella rica ciudad. Sobre todo, en lo referente a la joyería y a las acuñaciones de oro y plata, pues sabía que había muchos comerciantes ricos. Y si bien miles de reales fueron obtenidos durante el saqueo, seguramente había varios más escondidos en las casas o incluso, entre la misma gente. Pero ¿cómo obligar a que toda esa riqueza saliera a la luz? Por experiencia sabía que las personas eran porfiadas en soltar sus riquezas, aun a riesgo de su propia vida o la de los demás. La avaricia humana era así... Fue entonces cuando una idea surgió en su mente  Caminó un poco más por la plaza hasta que se topó con Van Hoorn, quien en ese momento se encontraba supervisando el traslado de unas mercancías a los barcos. Tras saludarlo en holandés (ambos eran oriundos de aquellas tierras), le contó su proyecto. Al ex negrero se le iluminaba el rostro conforme escuchaba el plan, aprobando con la cabeza cada frase de Lorencillo. Tras acabar de afinar la idea, Laurence de Graff ordenó a sus hombres a hacer una senda con pólvora desde la plaza hasta el interior de la iglesia. Luego entraron al recinto religioso y pusieron en el suelo tres barriles y algunos cajones con el mismo explosivo junto con una bandera roja, todo ello en medio de ofensas y amenazas de que todos iban a morir. Afuera, varias piezas de artillería apuntaban hacia la iglesia.

La gente, espantada, trató de alejarse de los peligrosos cajones pidiendo a Dios misericordia, mientras que otros gritaban sus culpas abrazándose a los santos en los altares o a otras personas. De pronto, un largo silencio se hizo cuando apareció Lorencillo en la puerta, caminando lentamente hacia la apretujada y expectante gente. Se movía con firmeza, con la espada desenvainada en la diestra y un aire de altivez que se reforzó cuando empezó a hablar.  Afuera, algunas piezas de artillería apuntaban, amenazadoras, hacia la entrada.

- ¡Deben descubrir sus tesoros ocultos! - Su ronca voz rebotaba en las paredes, haciéndose oír con claridad en todo el recinto. Alto como era, sobresalía entre sus acompañantes y la gente cercana él - ¡De no hacerlo, todos morirán cuando sea volada la iglesia y sean aplastados bajo sus ruinas!

Entonces mandó a encender el camino de pólvora, que si bien se encontraba distante, dio motivo para que surgieran gritos de hombres, mujeres y niños, dando lugar a que el pánico se apoderara de la muchedumbre. El instinto de huir hizo que algunas personas murieran ahogadas, mientras que otros resultaron lastimados o con los huesos rotos cuando fueron aplastados contra los pilares, piso o paredes. Algunos intentaron subirse al campanario o escapar a través de las claraboyas, muriendo a balazos dos de ellos en su intento por escapar. Igual suerte corrieron otros dos al bajar por las paredes que daban al cementerio, por la parte posterior de la iglesia, aunque uno de ellos logró matar a un francés con una daga. La presión de la gente fue tal que quebró la puerta de la sacristía, dándose así la oportunidad de escapar, pero solo para ser herida o encontrar la muerte en la calle. Los filibusteros buscaron controlar la situación por más de una hora a base de golpes, palos y cintarazos hasta que Lorencillo, viendo que la situación no se calmaba, enarboló una bandera blanca y pidiendo silencio dijo:

- ¡Os perdono! Estéis seguros de que no llevaré a cabo tan inhumana sentencia.

Acto seguido mandó a que la pólvora fuera retirada de la parroquia. También sacó a varios negros y mulatos y a algunos muchachos, quienes regresaron al mediodía con tres petates de bizcochos, cincuenta botijas de agua y algunos manojos de tabaco, que fueron arrebatadas y peleadas por la espantada, pero también hambrienta y sedienta muchedumbre. Algunas horas después, aquellos mismos hombres y jóvenes llevaron más agua, además de unos manojos de tabaco. Así transcurrió lo que restaba de la tarde, pasando susto tras susto; sobre todo cuando entraba un verdugo con cuchillo en mano, mirando de un lado a otro, amenazante.[16] [17] [18] [19] [20]

Y como colofón, este mismo día el gobernador Luis Bartolomé de Córdoba, aquél que no prestó mucha atención a las constantes advertencias de un posible ataque enemigo, fue encontrado los filibusteros escondido en un establo...

(Continuará).

[1] Los filibusteros le robaron una caja de grana cochinilla con valor de 1000 pesos al viajero árabe Elías de Babilonia, testigo del saqueo a Veracruz cuando se encontraba en esta ciudad descansando.

[2] Las cifras no varían mucho de narrador en narrador: Juan Ávila señala “más de cinco mil almas…”, mientras que Agustín de Vetancurt indica “Encerradas en la iglesia más de seis mil personas…”, misma cantidad que menciona Agustín de Villaroel. En el documento Obras para la fortificación y defensa del puerto de Veracruz, se da la cifra de cuatro mil personas.

[3] “La bandera ‘sin cuartel’ era usualmente roja. Como su nombre lo indica, significa que el último que lo ostenta, si gana, ejecutará a los prisioneros. En aplicación de su concepción del Tratado de Tordesillas, los españoles utilizaron con más frecuencia esta bandera porque consideraban que los bucaneros eran piratas.” (Fuente: Patrick Villiers, La violence flibustière, violence terrienne ou violence maritime?, Renees, Presses universitaires de Rennes, 2004, p. 251-267) https://books.openedition.org/pur/19556#bodyftn30 Dentro del contexto del ataque filibustero a Veracruz, estas banderas pudieron haber servido con fines de disuasión, pues la población, acostumbrada a la vida marina y militar, bien sabría su significado.

[4] Juan Ávila, “Pillage de la ville de Veracruz par les pirates le 18 Mai 1683 (Expedición de Lorencillo), en Amoxcalli (sitio web), consultado el 1 de septiembre de 2018, http://amoxcalli.org.mx/paleografia.php?id=266,, f. 3

[5] Francisco Javier Alegre, Historia de la Compañía de Jesús en Nueva España, J. M. Lara, México, 1842, p. 34

[6] Uluapa Senior, “Combate en la plaza de Armas de la Nueva Veracruz”, Veracruz Antiguo, https://aguapasada.wordpress.com/2013/05/18/1683-combate-en-la-plaza-de-armas-de-la-nueva-veracruz/ (consultado el 2 de enero de 2021)

[7] Agustín Villaroel, “Primera invasión de Veracruz por Lorenzo Jácome y Nicolás Banoren ocurrida en el año de 1683”, en Ignacio Cumplido, El Mosaico Mexicano o colección de amenidades curiosas. Tomo I, México, imprenta de Ignacio Cumplido, 1840, p. 400

[8] Carlos Ma. Bustamante, como editor de la obra de Fco. Xavier Alegre Historia de la Compañía de Jesús en Nueva España, hizo la siguiente anotación: “Debe añadirse el fetor [hedor] asquerosísimo que despiden los cuerpos en Veracruz, como en toda tierra caliente, principalmente los negros. Yo creí morirme una noche en Veracruz asistiendo a la parroquia llena de ellos en un acto piadoso”.

[9] Ávila, op. cit., ibídem

[10] Agustín de Vertancurt, Crónica de la provincia del Santo Evangelio de México. Tomo III, Imprenta de I. Escalante, 1871, p. 242

[11] Villaroel, op. cit., p. 400

[12] Jarceadio, posiblemente "amarrado". 

[13] Ver el capítulo anterior.

[14] Ávila, op. cit., f. 6

[15] Pablo Montero, Ulúa, puente intercontinental en el siglo XVII. Volumen II, Talleres de Diseño Gráfico, México, 1999, p. 117

[16] Ávila, op. cit., ibídem

[17] Agustín de Vertancurt, Crónica de la provincia del Santo Evangelio de México. Tomo III, Imprenta de I. Escalante, 1871, p. 242

[18] Alegre, op. cit., p. 34-35

[19] Exquemelin, op. cit., p.

[20] Villaroel, op. cit., p. 401