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Desde el mar, el aire
siguió trayendo el sonido del intenso cañoneo, pero él ya no lo escuchaba; su
mente revoloteaba con sus anteriores glorias y con sus planes a futuro. De
pronto, una explosión de mayor intensidad opacó por un momento al de los
cañones. Santa Anna volvió bruscamente a la realidad y mandando a detener un
momento su coche, se apeó y miró en dirección a donde se encontraría San Juan
de Ulúa. Se concentró para escuchar algo más. Pero nada. Sólo el viento
susurrando por la espesura se oía. Los plantíos de caña de azúcar y en general,
una gran espesura verde esmeralda cubría el área hasta donde alcanzaba su
vista. Una parvada de pericos de mil colores pasó escandalosa sobre su cabeza,
nublando por un instante el azul del cielo; en el monte, un cardenal resaltaba
con su bello trino sobre el griterío disonante de los cotorros y otros pájaros,
que, con sus coloridos plumajes, adornaban las ramas de los árboles donde se
posaban cual si fueran grandes flores.
Pero el general no miraba
nada de esto. Tras reiniciarse el sonido lejano de los cañones, volvió a subir
al quitrín y ordenó seguir avanzando. El cochero azuzó con energía al caballo,
el cual respondió con un ligero resoplido y arrancó de nuevo a trote rápido,
haciendo rodar en cascada algunas piedras de ese suelo, aparentemente firme, que
conformaba parte del largo camino real.
Al poco tiempo de andar, el
pequeño grupo de chozas dispersas de Santa Fe empezó a hacerse visible entre la
espesura. Atrás de éstas, en dirección al mar, los grandes médanos que
anunciaban la cercanía de la costa se observaban en el horizonte, brillando en un
tono amarillo pálido debido al sol poniente. El sonido del cañoneo se había
tornado intermitente, como si hubieran disminuido en su constancia. Eso le
inquietaba y le hacía desear volar. Era el atardecer del día 27 de noviembre
del año 1838 y el Héroe de Tampico continuaba avanzando hacia su
destino.
Gral. Antonio López de Santa Anna.
Retrato por Carlos Paris.
*****
A las ocho de la noche,
mientras el general a cargo de San Juan de Ulúa, Antonio Gaona, enviaba a sus
oficiales a parlamentar a la fragata Nereida, el general Santa Anna llegaba a la ciudad y se presentaba ante el general Manuel Rincón
para ofrecerle sus servicios, conocimiento y experiencia. Rincón, alegrándose
de recibir tan inesperada y entusiasta ayuda, aceptó su apoyo,
dándole por encomienda la inspección de la fortaleza de Ulúa para saber el
estado en que se encontraba, conocer de primera mano la opinión del comandante,
así como del resto de los oficiales y llevar a cabo, de ser posible, las
medidas que fueran necesarias para la continuación de la defensa (Rincón, 1839).
A las 9:30 de la noche,
Santa Anna subió a un botecillo preparado exprofeso para, al abrigo de la noche, transportarlo al fuerte (Anna, 1905). Durante el recorrido no dijo palabra alguna,
sólo se escuchaba el ruido de que hacían los remeros al batir el agua o los graznidos
nocturnos de alguna migrante parvada marina. El general mantenía la mirada fija
en la fortaleza, cuya mole era iluminada por la luz cenicienta de la Luna casi
llena.
Incendios por allá y por
acá se miraban a lo lejos a través de las troneras o se adivinaban por el
vaivén rojizo amarillo de su danza reflejada en las paredes interiores. Una
columna de humo blanco se elevaba muy alta desde aquél sitio, nublando por
donde pasaba el cielo tachonado de estrellas. La barcaza llegó a la zapata de
la fortaleza justo en el momento en que el general Gaona, parado sobre
escombros, parlamentaba con dos oficiales franceses (Rincón, 1839), (Blanchard,
1839).
Santa Anna saltó al pequeño
embarcadero y esperó a que terminara el general de dialogar con los enviados de
Baudin. Mientras aquellos hablaban, observó a un Gaona demacrado, con el
uniforme desaliñado y sucio. Marcas de tizne cubrían su rostro y manos. Nada
que ver con el altivo general que había tratado en algún momento años atrás.
Gaona, al verlo llegar se sorprendió por un instante, pero sin hacer mayores
expresiones siguió hablando con los franceses.
Al terminar el diálogo y
re-embarcarse los parlamentarios, Santa Anna se acercó a Gaona para explicarle
los motivos de su presencia. El general lo escuchó abatido, pues seguía sin
poder asimilar la tragedia que acababa de vivir. Enseguida tomó a Gaona del
brazo y haciéndose acompañar por otros oficiales, inspeccionaron la humeante y
ruinosa fortaleza de extremo a extremo (Rincón, 1839).
El xalapeño notó que en
Ulúa imperaban el desaliento y el desconsuelo. Inspeccionó las baterías,
almacenes, el estado del material de guerra y las provisiones. Observó los
merlones destruidos hasta sus cimientos y la voladura de los repuestos del
baluarte San Miguel y del Caballero Alto, mismos que se defendieron al costo de muchas
vidas. Todo el recorrido lo hicieron rodeando escombros y cadáveres o
escuchando los lastimeros gritos de dolor de los heridos aún bajo las ruinosas
y humeantes estructuras. Mientras observaban, Gaona se quejaba de la
impericia de los artilleros y del general Rincón, que había descuidado el envío
de sus pedidos, haciendo ver de paso al inesperado visitante que lo mejor era
rendir a la fortaleza por capitulación.
Al Solicitar Santa Anna un
informe del número de tropa existente, de su estado, así como también de la
cantidad de municiones, se aproximó a él un comandante de artillería para
exponerle que faltaban pólvora y proyectiles, pues mucha ya se había utilizado
y otra gran parte se había perdido en los repuestos, amén de que los mejores
artilleros habían perecido. Con respecto a la cantidad de soldados, los
oficiales le dijeron que entre la infantería y artillería
quedarían seiscientos hombres con una moral tan baja, que no ofrecerían
mucha resistencia ante un eventual asalto francés (Rincón, 1839). Las bajas
ascendían a más de 150 muertos e igual número de heridos.
Una vez visualizado y
escuchado lo anterior, el general Santa Anna pidió que los coroneles Manuel
Rodríguez de Cela y José María Mendoza lo acompañaran para que ampliaran la
información que daría al general Rincón. Tres horas después, el trío de
oficiales retornó a la ciudad y rindieron su desalentador parte al comandante
General.
Plano del fuerte de San Juan de Ulúa y vista panorámica (1838)
*****
El general Manuel Rincón
escuchó con atención y preocupación los informes de Santa Anna, Cela y Mendoza.
Santa Anna le aconsejaba que reforzara la guarnición aprovechando la oscuridad
de la noche, por lo que Rincón, quizá influido por el Héroe de Tampico,
a las doce treinta y cinco de la madrugada mandó un documento a Gaona
preguntando si le serían de utilidad para la defensa de la fortaleza los únicos
ochenta artilleros con que contaba la ciudad, treinta quintales
de pólvora y entre 100 y 200 infantes. Gaona consideró que el envío de refuerzos
sería un sacrificio inútil debido al deplorable estado que guardaba Ulúa, además de que con esa cantidad de artilleros apenas podría cubrir 10
piezas de artillería y con la pólvora, cuando mucho podría tener un cuarto de
hora más de fuego. La respuesta del general Gaona, que llegó a la una cuarenta
y cinco de la madrugada, no dejó otra opción a Rincón que dejarlo en libertad a
él y a sus oficiales para que actuaran de acuerdo con su mejor parecer y
conforme a su honor y al de la república (Rincón, 1839), (Anna, 1905). Ya en completa libertad de
decisión, el general Antonio Gaona reunió a sus oficiales en una junta de
guerra. En la sala, sólo eran visibles caras largas que se confundían con las
sombras producidas por los candeleros al lanzar su trémula luz. El ambiente era
denso, tan denso que podría haberse cortado con un cuchillo. Pasaba el tiempo y el diálogo se
alargaba sin llegar a un acuerdo. Al fin, tras deliberar un poco más, el comandante Gaona, con voz apagada, dijo a los allí
reunidos:
-Señores, si alguno cree que todavía estamos en
posibilidad de seguir defendiendo la fortaleza, yo me pongo a sus órdenes para
combatir (Paz, 1895), (Rincón, 1839).
Nadie dio la más mínima
esperanza. En el reloj eran las dos de la mañana del miércoles 28 de noviembre
de 1838, cuando por voto unánime decidieron enviar nuevamente a los coroneles
Manuel Rodríguez de Cela y José Ma. De Mendoza a la fragata Nereida, a
donde llegaron a las dos y media, para lograr un acuerdo de capitulación con los
representantes de Baudin, los tenientes de navío Doret y Page.
La capitulación se dio
alrededor de las tres de la madrugada del 28 de noviembre, aunque fue aprobado
y firmado por Gaona hasta las ocho de la mañana de ese mismo día. En el
documento se leía que a las doce de esa mañana las tropas mexicanas dejarían la
fortaleza con armas, equipaje y todos los honores de guerra, conservando su
espada los oficiales y haciendo previamente la entrega por inventario de los
pertrechos, artillería y parque que existía en el lugar. Por su parte, los
franceses se comprometieron a transportar a las tropas de la fortaleza a tierra
y cuidar a los heridos, tratándolos de la misma manera que a los lesionados
franceses (Rincón, 1839), (Rivera Cambas, 1871).
*****
Una vez dado el convenio
anterior, los dos oficiales de Baudin se trasladaron a la ciudad y se
personaron ante el general Manuel Rincón, con una nota oficial y un proyecto de
capitulación para la plaza (Blanchard, 1839), (Rivera Cambas, 1871), (Rincón,
1839).
Rincón pidió a los
parlamentarios franceses dos horas para dar una respuesta, pues consideró que
no era una decisión que pudiera tomar él solo. Para ello reunió en una junta a
los oficiales bajo su mando en la plaza, la cual fue precedida por Santa Anna a
petición del general Rincón, pues éste pensó que aquél podría reanimar el
abatido entusiasmo entre los oficiales. Durante aquella reunión se llegó a la
conclusión que la defensa de la plaza sería inútil, pues la resistencia que se
podría ofrecer sería mucho menor que la presentada por Ulúa (Rincón, 1839).
Entre los motivos que se
esgrimieron para aceptar un convenio con las fuerzas francesas estuvieron la
pérdida de Ulúa, el mayor alcance y poderío de los cañones galos comparados con
los de la ciudad (que a su vez no pasaban de 20 cañones) y el mal
estado en que se encontraban estos; la debilidad de los baluartes y lo
defectuoso de ellos “que ni fortificaciones pueden llamarse”. Además, estaba
también de por medio el sacrificio inútil de la población, que ya de por sí
había padecido mucho debido al bloqueo.
Por todo lo anterior, los
oficiales opinaron que era inevitable aceptar la propuesta de Baudin. Aun
así, el general Rincón buscó hacer algunas adecuaciones al documento final,
pues de esta forma podría tener cierto margen de maniobra ante un eventual
reinicio de las hostilidades después de la firma del convenio (Rincón, 1839).
En el acuerdo, Rincón
consiguió que la guarnición en la ciudad quedara en 1000 hombres,
cuando Baudin originalmente pretendía que fuera sólo de 500. También logró que
se levantara el bloqueo por ocho meses y que el almirante francés se
comprometiera restituir a la república la fortaleza de San Juan de Ulúa tan
pronto se resolvieran las dificultades con Francia. Esto incluiría la
devolución de todos los artículos de guerra, los cuales serían inventariados
por una comisión mixta.
*****
El general Santa Anna se
encontraba molesto. Molesto por la capitulación de Ulúa y por el convenio
acordado con los franceses en lo referente a Veracruz. Viendo que no había
podido influir en la decisión final, se despidió de los oficiales y se retiró a
su hacienda de Manga de Clavo, a esperar las consecuencias de lo recién firmado.
*****
A las ocho de la mañana del
28 de noviembre, Baudin seguía esperando el regreso de sus parlamentarios. Su
impaciencia había llegado a tal punto que comentó a su segundo al mando que, si
el par de oficiales no retornaban a la nave en media hora más con el convenio
firmado por Rincón, él estaría dispuesto a abrir fuego sobre el puerto.
Afortunadamente, no pasó mucho tiempo antes de que sus parlamentarios llegaran
con el documento ya signado por el comandante General de la Plaza y los demás
oficiales de Veracruz.
*****
Una vez que la capitulación
de San Juan de Ulúa fue firmada por Gaona y Baudin, y ya con el convenio
logrado con Rincón en sus manos, el almirante francés se apresuró en ordenar
que todas las naves de la escuadra enviaran sus botes al embarcadero de la
fortaleza, para ayudar en el desalojo de las tropas mexicanas. La tarea fue
ardua, pues se movilizó a tierra entre 600 y 800 soldados todavía sanos, además
de los heridos. Entre los lesionados que no pudieron enviar a la ciudad se
encontraba el capitán Blas Godínez quien, al ser examinado por el cirujano de
primera clase del Criolla, determinó que era necesaria la amputación de
sus desgarradas muñeca izquierda y pierna derecha, lo que Godínez aceptó con
una resignación admirable (Blanchard, 1839). Cabe mencionar que las fuerzas galas trataron a los mexicanos
heridos mejor de lo que podían esperar, expresando varios de ellos: Pouvre mexicaine
valient!
En ese ínter, Baudin
decidió hacer un reconocimiento personal de la fortaleza. Conforme se acercaba,
pudo observar algunos de los estragos producidos a las fuerzas mexicanas: en el
baluarte San Crispín, la tropa había buscado deshacerse de los cadáveres
lanzándolos al mar, por lo que en esa parte muchos cuerpos flotaban en los alrededores dando un dantesco espectáculo. Pero fue hasta que se acercó lo suficiente cuando
pudo observar a detalle los daños producidos por sus proyectiles: Baluartes y
paredes destruidos, cañones desmontados, montones de escombros y cuerpos
mutilados alrededor de las piezas de artillería donde habían estado sirviendo con
valentía (Blanchard, 1839).
La desocupación de la
fortaleza se logró por completo hasta las dos de la tarde (Graviere J. d.,
1888). Una vez desocupada, las fuerzas francesas tomaron rápida posesión del
sitio, desembarcando tres compañías de artillería de las fragatas. La celeridad
fue debida a que un norte moderado empezaba a hacerse presente,
amenazando con romper las anclas y aventar a los barcos contra los filosos
arrecifes (Graviere D. l., 1888).
*****
Poco tiempo después, las
tropas francesas izaron su pabellón en lo que quedaba del Caballero Alto y en
la punta del fanal giratorio. Al momento que se iban elevando las banderas en
las astas, todas las naves francesas que estaban en la bahía las saludaron con
sendas salvas de 21 cañonazos (Paz, 1895), situación que emuló la goleta inglesa
Satélite surta en Sacrificios (Cambas, 1871, pág. 388). Mientras tanto, Francisco de Orleans, príncipe de Joinville recibió la orden de amarrar la corbeta Criolla
en las centenarias argollas de Ulúa y junto con el comandante de caballería y
sus hombres, tomar posesión de la fuerza naval mexicana allí apostada. Sin
embargo, a excepción de la hermosa corbeta Iguala, con 24 cañones, que fue
incorporada inmediatamente a las fuerzas francesas, las demás naves (tres
bergantines y dos preciosas goletas), no fueron de valía para los
franceses (Joinville, 1895), (Blanchard, 1839).
Cumplida la orden, el
príncipe de Joinville tuvo la oportunidad de recorrer el interior de la
fortaleza. El nauseabundo olor de los cadáveres en descomposición bajo los
escombros se tornó por momentos insoportable. Por otra parte, en las áreas
donde las bombas no habían hecho su trabajo, reinaba la suciedad más
repugnante, produciéndose con ello un hedor tan fétido que era difícil
encontrar personal que ayudaran en la limpieza. Debido a la falta de hábitos de
higiene, la disentería se había hecho presente entre la tropa mexicana. Se
procedió entonces a llevar a los enfermos a habitaciones desinfectadas, para
enseguida limpiar las que habían estado ocupando.
Al hacer un recorrido por
el Caballero Alto, el príncipe de Joinville encontró entre sus ruinas dos
magníficos cañones de bronce que habían sido dados a España por sus
antepasados, por lo que hizo un informe al rey de Francia y al día siguiente
ambas piezas fueron subidas al Criolla (Blanchard, 1839). Así, entre el fuerte sol
tropical de la tarde, la suciedad, la disentería y la fiebre amarilla que
amenazaba en el ambiente, la tripulación de la Criolla, junto con la
compañía de ingenieros zapadores destacados en las naves francesas, empezaron a
realizar labores sanitarias sacando los cadáveres de los escombros y
llevándolos a mar abierto. Durante esta labor, los franceses supieron de casos
de sacrificio muy meritorios, que fueron reconocidos públicamente por el
almirante Baudin o por la población francesa avecindada en el país
(Joinville, 1895).
Francisco de Orleans, príncipe de Joinville
(Fuente: https://frenchmoments.eu/tombstone-of-napoleon-paris/)
(Fin de entrega No. 4).
Imagen de encabezado: Bombardeo a la fortaleza de San Juan de Ulúa el 28 de noviembre de 1838. Autor desconocido.
Fuentes:
- Anna, A. L. (1905). Mi historia militar y política. 1810-1874. Memorias inéditas. México: Librería de la Vda. de Ch. Bouret.
- Blanchard, P. (1839). San Juan de Ulúa o l'expedition francaise au Mexique. Paris: Chez guide, Editeur.
- Bravo, J. B. (Abril-junio de 1953). El conflicto con Francia de 1829 - 1839. Historia mexicana II, 477-502.
- Bustamante, C. M. (1842). El gabinete mexicano durante el Segundo Periodo del Exmo. Señor Presidente D. Anastasio Bustamante. México: Imprenta de José M. Lara.
- Gimenez, M. M. (1911). Memorias del coronel Manuel Gimenez. Ayudante de campo del general Santa Anna. México: Librería de la Vda. de Ch. Bouret.
- Graviere, J. d. (1888). L'amiral Baudin. Paris: Librairie Plon.
- Joinville, F.-F.-P.-L.-M. d. (1895). Memoirs (Vieux Souvenirs) of the Prince de Joinville. London: William Heinemann.
- Ocampo, M. (1839). Obras
completas de Melchor Ocampo. Tomo III. Letras y Ciencias. Apéndice. Viaje a
Veracruz, Puebla y Sur de México en 1839. México: F. Vázquez, editor.
- Paz, I. (1895). Leyendas históricas. Su Alteza Serenísima. México: Imprenta de Irineo Paz.
- Reyes, A. d. (1927). La primera guerra entre México y Francia. México: Secretaría de Relaciones Exteriores.
- Rincón, M. (1839). Manifiesto del general Manuel Rincón sobre Ulúa y Veracruz. México: Imprenta de Ignacio Cumplido.
- Rivera Cambas, M. (1871). Historia antigua y moderna de Jalapa y de las revoluciones del Estado de Veracruz. México: Imprenta de Ignacio Cumplido.
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