domingo, 18 de diciembre de 2022

La guerra de los Pasteles - Entrega No. 4 - La capitulación de Ulúa. Aparece Santa Anna



Por Luis Villanueva


“La prise de la forteresse de Saint-Jean d'Ulloa 

par une division de frégates françaises 

est le seul exemple que je connaisse d'une place

 régulièrement fortifiée qui ait été réduite par une force

purement navale”.

-Duque de Wellington


“La toma de la fortaleza de San Juan de Ulúa 

por una división de fragatas francesas es

el único ejemplo que conozco de un lugar

fortificado que fue reducido por una fuerza

puramente naval”.

- Duque de Wellington en la

 Cámara de los Lores (Graviere J. d., 1888).

La capitulación de Ulúa, su ocupación por las fuerzas francesas y el convenio realizado por Manuel Rincón y Charles Baudin en lo referente a la ciudad de Veracruz. Aparece Santa Anna
    Antonio López de Santa Anna se había separado de toda escena política desde 1836, refugiándose en su hacienda de Manga de Clavo. Este tranquilo sitio había sido de siempre su favorito, pues además de servirle de refugio en las tribulaciones, era el lugar idóneo para rumear con calma todo lo que había vivido en años previos.
    Su constante pensar dio pie para que crecieran tanto su enojo hacia el general Vicente Filísola, como la decepción para con el gobierno mexicano, pues el expresidente creía a pie juntillas que el primero había desobedecido una tajante orden suya en la campaña de Texas y el segundo, ingrato, lo había relegado al olvido en este paradisiaco rincón de la geografía veracruzana. Según la idea de Santa Anna, la desobediencia del general de origen italiano lo llevó a su propia captura por las fuerzas tejanas, a la pérdida de ese territorio y a su posterior renuncia a la presidencia de la república.
    Así, mientras se dedicaba a su familia, a los negocios personales y a su gran pasión: la pelea de    gallos (Paz, 1895), Santa Anna mascaba su constante enojo y a la vez, esperaba el momento oportuno para irrumpir de nuevo en la vida política del país.
*****
    La tan esperada oportunidad llegó a Manga de Clavo junto con el sonido inconfundible de los cañones franceses. Santa Anna había seguido todos los pormenores del conflicto desde el principio, ya sea informándose a través de sus amigos aun activos en la política o por medio de sus correos; por lo que no le sorprendió el inicio de las hostilidades y el posterior bombardeo a San Juan de Ulúa.
    Para el general, la disyuntiva estaba dada y no era necesario cavilarlo demasiado. Su agudo olfato político le decía que había llegado el momento, por lo que rápidamente se dirigió a su alcoba, tomó su uniforme y espada de general; se colocó la pulcra camisa azul marino de manga larga y bordados puños rojos; se embutió en el apretado pantalón blanco y abotonó con cuidado la chaqueta escarlata esmeradamente adornada con bordados de oro en cuello y pecho, mismas que hacían juego con las chatarreras en sus hombros. Las finas botas de cabalgar de brillante piel negra lucían, ya calzadas, impecables a su vista.
    Un ligero bulto abdominal surgió, insolente, empujando la chaqueta, lo que dio lugar a un mohín de disgusto. “La inactividad de dos años tiene sus consecuencias”, pensó mientras sumía el abdomen y ataba con fuerza una contrastante faja azul celeste en su cintura, la cual acomodó de tal forma que el nudo y los extremos de tela quedaron colgando a un lado de la cadera.
    A paso firme se dirigió a la salida de la casa principal y dando las últimas instrucciones y encomiendas a sus familiares, subió a su quitrín haciéndose acompañar solamente por su escribiente, el cochero y un postillón. El rápido e intermitente besuqueo del segundo produjo una inmediata respuesta del caballo, y a galope corto el general partió a recorrer las cinco leguas[1] del polvoriento camino real que separaban a su hacienda de la ciudad amurallada de Veracruz. En la lejanía, los estampidos secos de los cañonazos continuaban.
*****
    Desde el mar, el aire siguió trayendo el sonido del intenso cañoneo, pero él ya no lo escuchaba; su mente revoloteaba con sus anteriores glorias y con sus planes a futuro. De pronto, una explosión de mayor intensidad opacó por un momento al de los cañones. Santa Anna volvió bruscamente a la realidad y mandando a detener un momento su coche, se apeó y miró en dirección a donde se encontraría San Juan de Ulúa. Se concentró para escuchar algo más. Pero nada. Sólo el viento susurrando por la espesura se oía. Los plantíos de caña de azúcar y en general, una gran espesura verde esmeralda cubría el área hasta donde alcanzaba su vista. Una parvada de pericos de mil colores pasó escandalosa sobre su cabeza, nublando por un instante el azul del cielo; en el monte, un cardenal resaltaba con su bello trino sobre el griterío disonante de los cotorros y otros pájaros, que, con sus coloridos plumajes, adornaban las ramas de los árboles donde se posaban cual si fueran grandes flores.
    Pero el general no miraba nada de esto. Tras reiniciarse el sonido lejano de los cañones, volvió a subir al quitrín y ordenó seguir avanzando. El cochero azuzó con energía al caballo, el cual respondió con un ligero resoplido y arrancó de nuevo a trote rápido, haciendo rodar en cascada algunas piedras de ese suelo, aparentemente firme, que conformaba parte del largo camino real.
    Al poco tiempo de andar, el pequeño grupo de chozas dispersas de Santa Fe empezó a hacerse visible entre la espesura. Atrás de éstas, en dirección al mar, los grandes médanos que anunciaban la cercanía de la costa se observaban en el horizonte, brillando en un tono amarillo pálido debido al sol poniente. El sonido del cañoneo se había tornado intermitente, como si hubieran disminuido en su constancia. Eso le inquietaba y le hacía desear volar. Era el atardecer del día 27 de noviembre del año 1838 y el Héroe de Tampico continuaba avanzando hacia su destino.
Gral. Antonio López de Santa Anna.
Retrato por Carlos Paris.

*****
    A las ocho de la noche, mientras el general a cargo de San Juan de Ulúa, Antonio Gaona, enviaba a sus oficiales a parlamentar a la fragata Nereida, el general Santa Anna llegaba a la ciudad y se presentaba ante el general Manuel Rincón para ofrecerle sus servicios, conocimiento y experiencia. Rincón, alegrándose de recibir tan inesperada y entusiasta ayuda, aceptó su apoyo, dándole por encomienda la inspección de la fortaleza de Ulúa para saber el estado en que se encontraba, conocer de primera mano la opinión del comandante, así como del resto de los oficiales y llevar a cabo, de ser posible, las medidas que fueran necesarias para la continuación de la defensa (Rincón, 1839).
    A las 9:30 de la noche, Santa Anna subió a un botecillo preparado exprofeso para, al abrigo de la noche, transportarlo al fuerte (Anna, 1905). Durante el recorrido no dijo palabra alguna, sólo se escuchaba el ruido de que hacían los remeros al batir el agua o los graznidos nocturnos de alguna migrante parvada marina. El general mantenía la mirada fija en la fortaleza, cuya mole era iluminada por la luz cenicienta de la Luna casi llena.
    Incendios por allá y por acá se miraban a lo lejos a través de las troneras o se adivinaban por el vaivén rojizo amarillo de su danza reflejada en las paredes interiores. Una columna de humo blanco se elevaba muy alta desde aquél sitio, nublando por donde pasaba el cielo tachonado de estrellas. La barcaza llegó a la zapata de la fortaleza justo en el momento en que el general Gaona, parado sobre escombros, parlamentaba con dos oficiales franceses (Rincón, 1839), (Blanchard, 1839).
    Santa Anna saltó al pequeño embarcadero y esperó a que terminara el general de dialogar con los enviados de Baudin. Mientras aquellos hablaban, observó a un Gaona demacrado, con el uniforme desaliñado y sucio. Marcas de tizne cubrían su rostro y manos. Nada que ver con el altivo general que había tratado en algún momento años atrás. Gaona, al verlo llegar se sorprendió por un instante, pero sin hacer mayores expresiones siguió hablando con los franceses.
    Al terminar el diálogo y re-embarcarse los parlamentarios, Santa Anna se acercó a Gaona para explicarle los motivos de su presencia. El general lo escuchó abatido, pues seguía sin poder asimilar la tragedia que acababa de vivir. Enseguida tomó a Gaona del brazo y haciéndose acompañar por otros oficiales, inspeccionaron la humeante y ruinosa fortaleza de extremo a extremo (Rincón, 1839).
    El xalapeño notó que en Ulúa imperaban el desaliento y el desconsuelo. Inspeccionó las baterías, almacenes, el estado del material de guerra y las provisiones. Observó los merlones destruidos hasta sus cimientos y la voladura de los repuestos del baluarte San Miguel y del Caballero Alto, mismos que se defendieron al costo de muchas vidas. Todo el recorrido lo hicieron rodeando escombros y cadáveres o escuchando los lastimeros gritos de dolor de los heridos aún bajo las ruinosas y humeantes estructuras. Mientras observaban, Gaona se quejaba de la impericia de los artilleros y del general Rincón, que había descuidado el envío de sus pedidos, haciendo ver de paso al inesperado visitante que lo mejor era rendir a la fortaleza por capitulación.
    Al Solicitar Santa Anna un informe del número de tropa existente, de su estado, así como también de la cantidad de municiones, se aproximó a él un comandante de artillería para exponerle que faltaban pólvora y proyectiles, pues mucha ya se había utilizado y otra gran parte se había perdido en los repuestos, amén de que los mejores artilleros habían perecido. Con respecto a la cantidad de soldados, los oficiales le dijeron que entre la infantería y artillería quedarían seiscientos hombres con una moral tan baja, que no ofrecerían mucha resistencia ante un eventual asalto francés (Rincón, 1839). Las bajas ascendían a más de 150 muertos e igual número de heridos.
    Una vez visualizado y escuchado lo anterior, el general Santa Anna pidió que los coroneles Manuel Rodríguez de Cela y José María Mendoza lo acompañaran para que ampliaran la información que daría al general Rincón. Tres horas después, el trío de oficiales retornó a la ciudad y rindieron su desalentador parte al comandante General.

Plano del fuerte de San Juan de Ulúa y vista panorámica (1838)

*****
    El general Manuel Rincón escuchó con atención y preocupación los informes de Santa Anna, Cela y Mendoza. Santa Anna le aconsejaba que reforzara la guarnición aprovechando la oscuridad de la noche, por lo que Rincón, quizá influido por el Héroe de Tampico, a las doce treinta y cinco de la madrugada mandó un documento a Gaona preguntando si le serían de utilidad para la defensa de la fortaleza los únicos ochenta artilleros con que contaba la ciudad, treinta quintales[2] de pólvora y entre 100 y 200 infantes. Gaona consideró que el envío de refuerzos sería un sacrificio inútil debido al deplorable estado que guardaba Ulúa, además de que con esa cantidad de artilleros apenas podría cubrir 10 piezas de artillería y con la pólvora, cuando mucho podría tener un cuarto de hora más de fuego. La respuesta del general Gaona, que llegó a la una cuarenta y cinco de la madrugada, no dejó otra opción a Rincón que dejarlo en libertad a él y a sus oficiales para que actuaran de acuerdo con su mejor parecer y conforme a su honor y al de la república (Rincón, 1839), (Anna, 1905).
    Ya en completa libertad de decisión, el general Antonio Gaona reunió a sus oficiales en una junta de guerra. En la sala, sólo eran visibles caras largas que se confundían con las sombras producidas por los candeleros al lanzar su trémula luz. El ambiente era denso, tan denso que podría haberse cortado con un cuchillo. Pasaba el tiempo y el diálogo se alargaba sin llegar a un acuerdo. Al fin, tras deliberar un poco más, el comandante Gaona, con voz apagada, dijo a los allí reunidos:

-Señores, si alguno cree que todavía estamos en posibilidad de seguir defendiendo la fortaleza, yo me pongo a sus órdenes para combatir (Paz, 1895), (Rincón, 1839).

    Nadie dio la más mínima esperanza. En el reloj eran las dos de la mañana del miércoles 28 de noviembre de 1838, cuando por voto unánime decidieron enviar nuevamente a los coroneles Manuel Rodríguez de Cela y José Ma. De Mendoza a la fragata Nereida, a donde llegaron a las dos y media, para lograr un acuerdo de capitulación con los representantes de Baudin, los tenientes de navío Doret y Page.
    La capitulación se dio alrededor de las tres de la madrugada del 28 de noviembre, aunque fue aprobado y firmado por Gaona hasta las ocho de la mañana de ese mismo día. En el documento se leía que a las doce de esa mañana las tropas mexicanas dejarían la fortaleza con armas, equipaje y todos los honores de guerra, conservando su espada los oficiales y haciendo previamente la entrega por inventario de los pertrechos, artillería y parque que existía en el lugar. Por su parte, los franceses se comprometieron a transportar a las tropas de la fortaleza a tierra y cuidar a los heridos, tratándolos de la misma manera que a los lesionados franceses (Rincón, 1839), (Rivera Cambas, 1871).
*****
    Una vez dado el convenio anterior, los dos oficiales de Baudin se trasladaron a la ciudad y se personaron ante el general Manuel Rincón, con una nota oficial y un proyecto de capitulación para la plaza (Blanchard, 1839), (Rivera Cambas, 1871), (Rincón, 1839).
    Rincón pidió a los parlamentarios franceses dos horas para dar una respuesta, pues consideró que no era una decisión que pudiera tomar él solo. Para ello reunió en una junta a los oficiales bajo su mando en la plaza, la cual fue precedida por Santa Anna a petición del general Rincón, pues éste pensó que aquél podría reanimar el abatido entusiasmo entre los oficiales. Durante aquella reunión se llegó a la conclusión que la defensa de la plaza sería inútil, pues la resistencia que se podría ofrecer sería mucho menor que la presentada por Ulúa (Rincón, 1839).
    Entre los motivos que se esgrimieron para aceptar un convenio con las fuerzas francesas estuvieron la pérdida de Ulúa, el mayor alcance y poderío de los cañones galos comparados con los de la ciudad (que a su vez no pasaban de 20 cañones) y el mal estado en que se encontraban estos; la debilidad de los baluartes y lo defectuoso de ellos “que ni fortificaciones pueden llamarse”. Además, estaba también de por medio el sacrificio inútil de la población, que ya de por sí había padecido mucho debido al bloqueo.
    Por todo lo anterior, los oficiales opinaron que era inevitable aceptar la propuesta de Baudin. Aun así, el general Rincón buscó hacer algunas adecuaciones al documento final, pues de esta forma podría tener cierto margen de maniobra ante un eventual reinicio de las hostilidades después de la firma del convenio (Rincón, 1839).
    En el acuerdo, Rincón consiguió que la guarnición en la ciudad quedara en 1000 hombres, cuando Baudin originalmente pretendía que fuera sólo de 500. También logró que se levantara el bloqueo por ocho meses y que el almirante francés se comprometiera restituir a la república la fortaleza de San Juan de Ulúa tan pronto se resolvieran las dificultades con Francia. Esto incluiría la devolución de todos los artículos de guerra, los cuales serían inventariados por una comisión mixta.
*****
    El general Santa Anna se encontraba molesto. Molesto por la capitulación de Ulúa y por el convenio acordado con los franceses en lo referente a Veracruz. Viendo que no había podido influir en la decisión final, se despidió de los oficiales y se retiró a su hacienda de Manga de Clavo, a esperar las consecuencias de lo recién firmado.
*****
    A las ocho de la mañana del 28 de noviembre, Baudin seguía esperando el regreso de sus parlamentarios. Su impaciencia había llegado a tal punto que comentó a su segundo al mando que, si el par de oficiales no retornaban a la nave en media hora más con el convenio firmado por Rincón, él estaría dispuesto a abrir fuego sobre el puerto. Afortunadamente, no pasó mucho tiempo antes de que sus parlamentarios llegaran con el documento ya signado por el comandante General de la Plaza y los demás oficiales de Veracruz.
*****
    Una vez que la capitulación de San Juan de Ulúa fue firmada por Gaona y Baudin, y ya con el convenio logrado con Rincón en sus manos, el almirante francés se apresuró en ordenar que todas las naves de la escuadra enviaran sus botes al embarcadero de la fortaleza, para ayudar en el desalojo de las tropas mexicanas. La tarea fue ardua, pues se movilizó a tierra entre 600 y 800 soldados todavía sanos, además de los heridos. Entre los lesionados que no pudieron enviar a la ciudad se encontraba el capitán Blas Godínez quien, al ser examinado por el cirujano de primera clase del Criolla, determinó que era necesaria la amputación de sus desgarradas muñeca izquierda y pierna derecha, lo que Godínez aceptó con una resignación admirable (Blanchard, 1839). Cabe mencionar que las fuerzas galas trataron a los mexicanos heridos mejor de lo que podían esperar, expresando varios de ellos: Pouvre mexicaine valient![3]

    Es interesante hacer notar que entre las tropas desalojadas se encontraron muchas mujeres, casi todas de origen indígena, las cuales habían tenido como labor preparar el rancho de la tropa entre otros menesteres. Para los franceses esto no fue de sorprender, pues antes habían observado que las tropas mexicanas siempre eran seguidas de un numeroso grupo de mujeres[4].

    En ese ínter, Baudin decidió hacer un reconocimiento personal de la fortaleza. Conforme se acercaba, pudo observar algunos de los estragos producidos a las fuerzas mexicanas: en el baluarte San Crispín, la tropa había buscado deshacerse de los cadáveres lanzándolos al mar, por lo que en esa parte muchos cuerpos flotaban en los alrededores dando un dantesco espectáculo. Pero fue hasta que se acercó lo suficiente cuando pudo observar a detalle los daños producidos por sus proyectiles: Baluartes y paredes destruidos, cañones desmontados, montones de escombros y cuerpos mutilados alrededor de las piezas de artillería donde habían estado sirviendo con valentía (Blanchard, 1839).
    La desocupación de la fortaleza se logró por completo hasta las dos de la tarde (Graviere J. d., 1888). Una vez desocupada, las fuerzas francesas tomaron rápida posesión del sitio, desembarcando tres compañías de artillería de las fragatas. La celeridad fue debida a que un norte moderado empezaba a hacerse presente, amenazando con romper las anclas y aventar a los barcos contra los filosos arrecifes (Graviere D. l., 1888).
*****
    Poco tiempo después, las tropas francesas izaron su pabellón en lo que quedaba del Caballero Alto y en la punta del fanal giratorio. Al momento que se iban elevando las banderas en las astas, todas las naves francesas que estaban en la bahía las saludaron con sendas salvas de 21 cañonazos (Paz, 1895), situación que emuló la goleta inglesa Satélite surta en Sacrificios (Cambas, 1871, pág. 388). Mientras tanto, Francisco de Orleans, príncipe de Joinville recibió la orden de amarrar la corbeta Criolla en las centenarias argollas de Ulúa y junto con el comandante de caballería y sus hombres, tomar posesión de la fuerza naval mexicana allí apostada. Sin embargo, a excepción de la hermosa corbeta Iguala, con 24 cañones, que fue incorporada inmediatamente a las fuerzas francesas, las demás naves (tres bergantines y dos preciosas goletas), no fueron de valía para los franceses (Joinville, 1895), (Blanchard, 1839).
    Cumplida la orden, el príncipe de Joinville tuvo la oportunidad de recorrer el interior de la fortaleza. El nauseabundo olor de los cadáveres en descomposición bajo los escombros se tornó por momentos insoportable. Por otra parte, en las áreas donde las bombas no habían hecho su trabajo, reinaba la suciedad más repugnante, produciéndose con ello un hedor tan fétido que era difícil encontrar personal que ayudaran en la limpieza. Debido a la falta de hábitos de higiene, la disentería se había hecho presente entre la tropa mexicana. Se procedió entonces a llevar a los enfermos a habitaciones desinfectadas, para enseguida limpiar las que habían estado ocupando.
    Al hacer un recorrido por el Caballero Alto, el príncipe de Joinville encontró entre sus ruinas dos magníficos cañones de bronce que habían sido dados a España por sus antepasados, por lo que hizo un informe al rey de Francia y al día siguiente ambas piezas fueron subidas al Criolla (Blanchard, 1839). Así, entre el fuerte sol tropical de la tarde, la suciedad, la disentería y la fiebre amarilla que amenazaba en el ambiente, la tripulación de la Criolla, junto con la compañía de ingenieros zapadores destacados en las naves francesas, empezaron a realizar labores sanitarias sacando los cadáveres de los escombros y llevándolos a mar abierto. Durante esta labor, los franceses supieron de casos de sacrificio muy meritorios, que fueron reconocidos públicamente por el almirante Baudin o por la población francesa avecindada en el país[5] (Joinville, 1895).

Francisco de Orleans, príncipe de Joinville
(Fuente: https://frenchmoments.eu/tombstone-of-napoleon-paris/)

(Fin de entrega No. 4).

Imagen de encabezado: Bombardeo a la fortaleza de San Juan de Ulúa el 28 de noviembre de 1838. Autor desconocido.

Capítulos previos:
Primera entrega: Aquí
Segunda entregaAquí
Tercera entrega: Aquí


[1] Alrededor de 20 km. Una legua tiene 5,000 varas y cada vara (mexicana) equivalía a 0.838 m.

[2] Cada quintal equivale a 100 kg.

[3] ¡Pobre mexicano valiente!

[4] Interesante fragmento de texto, pues es un antecedente directo de las Adelitas. Vaya uno a saber si también este grupo de mujeres en la fortaleza, en el caso de un desembarco francés, hubieran sido capaces de empuñar las armas. Situación que sí ocurrió con sus descendientes revolucionarias de inicios del siglo XX, una vez heridos o muertos sus Juanes. (Blanchard, P. 329).

[5] Muestra indirecta de lo narrado por el príncipe de Joinville lo da Francisco Sosa, quien en su obra Biografías de mexicanos distinguidos, escribió lo siguiente al respecto del Tte. Coronel Ignacio Labastida, fallecido en la explosión del Caballero Alto durante el bombardeo a Ulúa:  “Cuando su familia solicitó al gobierno nacional la declaración de la pensión que por su empleo y como muerto en guerra extranjera le pertenecía, se presentó a la Cámara de diputados una comisión compuesta de los principales franceses residentes en la capital, manifestando que si el gobierno encontraba dificultades para conceder dicha pensión, ocurririan  á su gobierno pidiendo que este la concediera en recompensa de los buenos servicios presentados por Labastida [...] No hubo lugar, por fortuna, á que los franceses tomasen por su cuenta este negocio. Las cámaras votaron la pensión por el sueldo íntegro y la hicieron extensiva á las dos hermanas del valiente coronel” [Sosa, F. (1884). Biografías de mexicanos distinguidos. México: Oficina tipográfica de la secretaría de fomento]. Otra muestra de reconocimiento se dio con el capitán de fragata Blas Godínez Brito, herido de gravedad durante el bombardeo a la batería baja del baluarte San Miguel, la cual estaba bajo su mando. La Secretaría de Marina narra en su página web Marinos Ilustres [http://archive.today/7vAWq] que, al no recibir su sueldo desde el 28 de noviembre de 1838 hasta el 3 de marzo del año siguiente, Godínez Brito recibió la propuesta de un buen empleo al servicio de Francia, la cual fue rechazada por el capitán.

Fuentes:

  • Anna, A. L. (1905). Mi historia militar y política. 1810-1874. Memorias inéditas. México: Librería de la Vda. de Ch. Bouret.
  • Blanchard, P. (1839). San Juan de Ulúa o l'expedition francaise au Mexique. Paris: Chez guide, Editeur.
  • Bravo, J. B. (Abril-junio de 1953). El conflicto con Francia de 1829 - 1839. Historia mexicana II, 477-502.
  • Bustamante, C. M. (1842). El gabinete mexicano durante el Segundo Periodo del Exmo. Señor Presidente D. Anastasio Bustamante. México: Imprenta de José M. Lara.
  • Gimenez, M. M. (1911). Memorias del coronel Manuel Gimenez. Ayudante de campo del general Santa Anna. México: Librería de la Vda. de Ch. Bouret.
  • Graviere, J. d. (1888). L'amiral Baudin. Paris: Librairie Plon.
  • Joinville, F.-F.-P.-L.-M. d. (1895). Memoirs (Vieux Souvenirs) of the Prince de Joinville. London: William Heinemann.
  • Ocampo, M. (1839). Obras completas de Melchor Ocampo. Tomo III. Letras y Ciencias. Apéndice. Viaje a Veracruz, Puebla y Sur de México en 1839. México: F. Vázquez, editor.
  • Paz, I. (1895). Leyendas históricas. Su Alteza Serenísima. México: Imprenta de Irineo Paz.
  • Reyes, A. d. (1927). La primera guerra entre México y Francia. México: Secretaría de Relaciones Exteriores.
  • Rincón, M. (1839). Manifiesto del general Manuel Rincón sobre Ulúa y Veracruz. México: Imprenta de Ignacio Cumplido.
  • Rivera Cambas, M. (1871). Historia antigua y moderna de Jalapa y de las revoluciones del Estado de Veracruz. México: Imprenta de Ignacio Cumplido.

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