Del 29 de noviembre al 4 de
diciembre de 1838. Un compás de espera
La ciudad de Veracruz no
podría haber mostrado un aspecto más desolador aquella mañana del 29 de
noviembre de 1838: las calles se encontraban vacías y el comercio cerrado. Y salvo
los soldados en los baluartes o por aquellos que patrullaban en pequeños grupos, muy
poca gente se desplazaba por la ciudad. Esto debido a que la población, al ver los
movimientos de la fuerza naval francesa, el bombardeo a San Juan de Ulúa y su
posterior ocupación, temieron que algo semejante iba a sucederé con la ciudad,
por lo que huyeron con sus familias a las rancherías y pueblos de los
alrededores (Rivera Cambas, 1871).
Sin embargo, una vez
firmados los acuerdos de neutralidad referentes a Veracruz entre el general
Manuel Rincón y el almirante harles Baudin, y una vez tomada la fortaleza de
San Juan de Ulúa por los galos, la ciudad disfrutó de algunos días de tregua
que permitió a la gente retornar a sus hogares y negocios. Muchos de los que
volvían y dirigían la vista a la fortaleza, no pudieron evitar un dejo de
tristeza, enojo o frustración al ver ondear la bandera francesa sobre los
restos del Caballero Alto y en el fanal giratorio de la vetusta y ahora ruinosa
fortaleza (Rivera Cambas, 1871).
También surgieron voces que
pregonaban que las capitulaciones en ambas plazas se debieron a la cobardía de
los generales Rincón y Gaona. Otras, que había sido una traición del primero
por su origen español y algunas más vociferaban a través de la prensa que “el
fuerte no había sido tomado con balas de plomo, sino con balas de plata”,
pues el segundo, decían, se había vendido a los franceses. Finalmente, voces
más analíticas hicieron ver que la derrota había sido por el descuido del gobierno, pues no había dotado de medios suficientes para su defensa a la
fortaleza y a la ciudad (Bravo, 1953), (Rivera Cambas, 1871), (Blanchard,
1839), (Bulnes, 1904).
Al mismo tiempo, en las
calles de la capital del país y también frente a Palacio Nacional, se pedía a
gritos que el general Santa Anna fuera elegido para salvar el honor patrio. Los
ecos de estas peticiones fueron considerados no de muy buena manera por el
presidente Anastasio Bustamante (Santa Anna se sublevó contra él en Veracruz el 2 de enero de 1832), quien de todas formas envió a la cámara la
propuesta del general xalapeño como sustituto del general Rincón, pensando que
ésta no sería bien vista entre los diputados y que la rechazarían, acabando así con las peticiones de los santanistas.
El 30 de noviembre, el
supremo gobierno expidió un decreto en la que se declaraba la guerra a Francia
y el 1° de diciembre, otro más en donde se expulsaba a todos los súbditos de
ese país, con excepción de aquellos casados con mujeres mexicanas. De paso, también
el gobierno desconoció los acuerdos firmados por el general Rincón.
Ante las muestras de dureza
del gobierno, el pueblo y los particulares reaccionaron con entusiasmo,
ofreciendo apoyar, a través de cuotas mensuales, el sostenimiento de las tropas;
además de que mucha gente solicitó armas y oficiales para formar cuerpos de
voluntarios.
Sin embargo, ese mismo día
el presidente se llevó un gran chasco cuando se enteró de lo ocurrido dentro
de la cámara de Diputados. El Ministro del Interior, José Joaquín Pesado dijo ante los diputados: “que el presidente había designado para que sucediera al
general Rincón...al general...al general...” y tragaba saliva el Ministro,
hasta que finalmente soltó a bocajarro: “...Don Antonio López de Santa
Anna”. Entonces se escuchó un estrépito de aplausos y de gritos: “¡A ese
queremos! ¡Ese es el salvador de la patria!” (Rivera Cambas, 1871), (Bravo,
1953), (Bulnes, 1904), (Anna, 1905), (Bustamante, 1842)
Entonces, el presidente
Bustamante envió un comunicado a través del Ministro de Guerra al Comandante
General del Departamento de Veracruz, general Manuel Rincón, en donde le
informa que debe entregar el mando al general Antonio López de Santa Anna y presentarse
en la capital, tanto él, como el general Antonio Gaona, para ser sometidos a un
consejo de guerra.
*****
El lunes 3 de diciembre,
Veracruz mostraba un trasiego que rayaba en la normalidad, pues la gente se
movilizaba por calles y comercios sin mucha preocupación, mientras que soldados
y oficiales franceses, ansiosos de pisar tierra después de varios meses
embarcados, caminaban por las calles curioseando o comprando. Los suministros
de alimentos frescos para la escuadra eran conseguidos con gran facilidad en el
mercado que rebosaba, tanto en el interior como en su exterior, de productos
“tropicales”. Hay que decir que la población sí comerciaba con los franceses,
pero bajo un gran estoicismo, pues tenían que soportar las “imprudentes arrogancias
y denuestos” de parte de los galos (Gimenez, 1911), (Blanchard, 1839).
Esta aparente calma llevó
al almirante Baudin a escribir una carta al presidente de la república, en
donde se excusaba de hacerlo directamente y no a través del ministro Cuevas, con
quien ya no quería entenderse. En esta misiva, Baudin le propuso al presidente
Bustamante el último arreglo que Cuevas había desechado sobre la indemnización
a los franceses afectados en sus intereses. Con todo, este paso ya no dio
resultado alguno (Blanchard, 1839), (Rivera Cambas, 1871).
*****
La noche del 3 de
diciembre, Santa Anna se encontraba en su hacienda de Manga de Clavo en
compañía de su joven esposa, doña María Inés García Martínez, en tranquila
charla. La noche hacía ya un rato que había empezado a tender su manto, por lo que un
sirviente pasó por el lugar encendiendo las velas en los candelabros. Dos pequeñas hijas del general jugaban entre risas y gritos, corriendo por los
amplios pasillos. Guadalupe, la mayor, entraron al comedor en hurtadillas y se
escondieron momentáneamente detrás de la silla donde estaba sentado el general. Entre tanto, María del Carmen pasó corriendo de largo sin verlos. El general rio pudo evitar sonreír cuando Lupita salió corriendo de su escondite entre risas y se fue en dirección contraria a la seguida por su hermana.
Afuera, el clima fresco y
el constante estridular de los grillos formaba un coro tan armonioso que
invitaba al relajamiento. Una sirvienta de rasgos negros entró y comenzó a
acomodar sobre la gran mesa de cedro, los platos y vasos que habrían de ser
utilizado en la cena, retirándose en seguida.
En las altas paredes, las
sombras producidas por la luz de los candiles danzaban con curiosas formas.
Santa Anna las miraba mientras seguía platicando con su esposa. A eso de las 7
de la noche, el general recibió el aviso de que acababa de llegar un mensaje
urgente para él. Uno de sus ayudantes entró al amplio comedor instantes
después, llevando en su mano un sobre sellado. Santa Anna lo recibió en la
comodidad de su asiento y tras lanzar un ligero silbido, lo abrió y comenzó a
leer su contenido (Anna, 1905).
Mientras leía, una ligera
sonrisa de satisfacción se adueñó de su rostro. Doña Inés no dijo nada.
Después de 13 años de matrimonio, conocía muy bien las reacciones de su esposo
y sabía cuándo algo era de su agrado. Sin mediar palabra, se levantó de su
silla a preparar la ropa y los utensilios de viaje del general.
“Escmo. Sr.-
Satisfecho el Escmo. Sr. Presidente de la decisión de V. E. por sostener los
derechos nacionales, altamente ultrajados por las fuerzas francesas, ha
resuelto que se encargue V. E. de la comandancia general de ese Departamento;
cuyo mando le entregará el Escmo. Sr. General D. Manuel Rincón, a quien para el
efecto dirijo con esta fecha la orden correspondiente.-" (Arista, 1840).
La hacienda de Manga de
Clavo, residencia de Santa Anna,
según Fanny Chambers Gooch.
*****
Santa Anna decidió pasar esa
noche en su hacienda y partir muy temprano a la mañana siguiente, 4 de
diciembre, hacia Veracruz. Aún estaba oscuro cuando inició el viaje en su
quitrín, acompañado por su ayudante, cuatro lanceros y un cabo (Anna, 1905).
Uno de ellos lleva por las riendas a su famoso caballo blanco. El recorrido lo
hicieron en silencio, sólo roto de vez en cuando por el arreo que hacía su
ayudante o por el chillido de algunos pájaros madrugadores. El general dormitó
durante casi todo el camino.
Al llegar al caserío de
Vergara, la imagen de un mar en calma, casi sin olas, que reflejaba el sol del
amanecer como si se tratara de un espejo, recibió al general y a su escolta.
Pero Santa Anna, habituado a esta vista, lo ignoró. Su mirada se centraba en la
distancia, en la aun lejana Veracruz, sitio a donde se dirigían con relativa
rapidez. De pronto, ordenó detener la marcha al observar a lo lejos el rápido
galope por la playa de una posta procedente de la ciudad. Conforme se acercaba
el grupo, el general observó que entre ella iba un oficial, reconociendo en
seguida al Ayudante de Campo del general Rincón, el capitán Manuel María
Giménez. Santa Anna, apeándose no sin dificultad de su quitrín “maldita
inactividad de dos años”, mandó a un par de dragones
para interceptar al uniformado. Los dragones partieron a
todo galope a cumplir con la orden. El golpeteo opaco de los cascos en la arena humedecida por el mar, apenas se oye conforme se iban alejando. Mientras esperaba, el general extrajo
un pequeño recipiente del coche y se sirvió un poco de café en una tacita de porcelana pulcramente adornada. Al primer sorbo, el sabor amargo lo hizo reaccionar
con un ligero mohín, al mismo tiempo que una fresca, casi fría racha de viento
procedente del mar, lo estremeció. “Lástima que no esté caliente”,
musitó mientras daba otro sorbo a la oscura infusión. A lo lejos, los dragones
hablaban con el capitán.
*****
El capitán Giménez observó
que desde de Vergara se desprendían dos dragones en su dirección. Detuvo a su
caballo y los esperó. La posta, emulándolo, se detuvo también. Al llegar los
soldados a donde se encontraba, le comunicaron que el general Santa Anna estaba
en Vergara y que deseaba hablar con él (Gimenez, 1911).
Giménez se sorprendió por
la presencia del general en aquel lugar. Se preguntó qué podría ser lo que
deseaba de él, por lo que haciéndose acompañar por el postillón, se dirigió a
todo galope hasta donde estaba el Héroe de Tampico. El par de dragones
los siguieron un poco más atrás. A los pocos minutos llegó hasta donde estaba
Santa Anna.
-¿Hacia dónde se dirige,
capitán?- Le lanzó el general luego de un rápido saludo.
- Voy a Xalapa, mi
general. – Responde un Giménez avispado. – Tiene tiempo que no veo a mi
familia. Hoy temprano el general Rincón me expidió un pasaporte hacia allá,
pues como las hostilidades con Francia finalizaron y mis servicios como su
Ayudante de Campo ya no le son tan necesarios, el general me autorizó irme.
Santa Anna, tomando del
codo a Giménez, lo alejó del grupo. Un pequeño cangrejo azul metálico se alejó
corriendo y se metió en su agujero cuando se le acercaron. En el cielo, el sol
brillaba con fuerza.
- Pues las hostilidades con
Francia se romperán de nuevo, capitán. –Le confió el general con aire
grave. -El presidente Bustamante ha desconocido los acuerdos de Rincón con
Baudin. Además, ha destituido a Rincón como Comandante General y se de buenas fuentes, que lo juzgará,
junto con el general Gaona, en un consejo de Guerra.
Giménez se sorprendió al
escuchar las noticias. De entrada, le pareció injusto que ambos generales
fueran sometidos a un juicio. Él supo de todas las necesidades y carencias que
había en las plazas de Veracruz y de Ulúa, y cómo el general Rincón había hecho
lo posible por subsanarlas. “En todo caso”, pensó, “a quien deberían
de someter a juicio era al gobierno mismo, pues éste escatimó los dineros para
pertrechar y proteger a ambas plazas”. La pérdida de Ulúa era la consecuencia
de aquellas dilaciones.
Santa Anna continuó. –El
Congreso me nombró Comandante General en sustitución del General Rincón.-
El capitán hizo un pequeño, casi imperceptible movimiento de sorpresa, pero no
dijo nada. –Es por ello que le ruego desista de su viaje a Xalapa y me
acompañe en clase de Ayudante (Gimenez, 1911).
Manuel Giménez pensó en la
propuesta por un momento. Tenía muchos deseos de ver a su familia. Además,
desde hacía ocho años había montado un lucrativo negocio en la ciudad de Veracruz
que le daba muchas más ventajas que las recibidas del gobierno como capitán,
por lo que no le era muy necesario continuar al servicio de las armas. Sin embargo, su simpatía
hacia Santa Anna, el suponer que esta nueva incursión en las armas iba a ser muy
pasajera y el hecho de que iba a defender nuevamente la independencia de la
patria, lo llevaron a aceptar la propuesta.
- Muchas gracias,
general por considerarme. Cuente con mi apoyo.- Contestó lacónico.
Santa Anna sonrió
brevemente tras escuchar la respuesta y sin dar tiempo a más meditaciones, lo
invitó a subirse al quitrín junto con su secretario, para continuar la marcha
hacia el puerto de Veracruz. El postillón, que llevaba los caballos del general
y del capitán por las riendas, galopaba a un lado. El xalapeño, un poco
desesperado, ordenó acelerar el paso.
*****
Durante el recorrido por la
playa, el carro se mueve con dificultad entre la arena suelta, haciendo surgir
la impaciencia al general. De improviso, Santa Anna le pidió al capitán que se
adelantara a caballo junto con su postillón hasta la ciudad, para avisar al
comandante de la guardia de la puerta México de su llegada y le franqueara, sin
pérdida de tiempo, la entrada junto con su escolta; también mandó que se
cerraran todas las puertas de la muralla, tanto las de mar como las de tierra y que no
se permitiese la salida de nadie en lo absoluto. Igualmente le solicitó a
Giménez que se presentara con el general Rincón para mostrarle el nombramiento
de Comandante General y finalmente, que lo aguardara en la casa de Serrano,
allende a la Puerta México, pues allí pensaba pernoctar. Giménez llegó a la
ciudad sin pérdida de tiempo y cumplió cabalmente con lo ordenado (Gimenez,
1911).
Santa Anna llegó a la
ciudad a ese de las 11 de la mañana y tras recibir el mando del general Rincón
y ponerse al día en las últimas novedades, despidió amablemente al general oriundo de Perote,
quien partió casi en seguida con rumbo a Xalapa. No obstante, cuando estaba
avocado en lo más urgente, recibió un parte del general Mariano Arista, en donde
le informaba que había llegado junto con su fuerza volante al caserío de Santa
Fe.
“Mariano Arista...”
Santa Anna musitó el nombre en un tono llano. Él sabía que a Arista había
recibido del gobierno la instrucción de que se pusiera a sus órdenes, pero desconfiaba
de su otrora compañero de andanzas. Arista había vuelto a aparecer en la escena
política y militar con el favor del presidente Bustamante, que lo había sacado
del destierro “Y lo puso en el empleo” (Anna, 1905). Los recuerdos se
agolpan en su mente, haciendo que la desconfianza y la antipatía crecieran por
momentos...Y es que las traiciones no se olvidan. Pero no. Las circunstancias y
los tiempos eran diferentes. No tendría por qué ser lo mismo. Sin embargo, no
pudo dejar de cavilar que al igual que en 1833, cuando él era el presidente de
la república, hoy Arista también está a su servicio, bajo Su
mando...O al menos eso quería creer...
El general sale de pronto
de sus cavilaciones y dicta a su secretario la orden siguiente para el general
Arista: “Que al oscurecer, silenciosamente deberá situarse en Pocitos
y que esperara allí nuevas órdenes”. *****
El mismo día 4, durante la
mañana, Baudin decide mover casi toda su escuadra a los fondeaderos de las islas Verde y de Pájaros, con excepción del bergantín Cuirassier
que permaneció anclado frente al puerto (Baudin, 1838). Por su parte, el príncipe
de Joinville, queriendo visitar la ciudad, desembarca en el transcurso de la
mañana en el muelle, para hacer un corto recorrido junto con su escolta
(Blanchard, 1839). Durante su caminar, Joinville observó las grises casas y las
empedradas calles que, sin excepción, eran atravesadas a todo lo largo por
acequias llenas de basura y aguas negras que desembocaban al mar. También tuvo oportunidad de
admirar alguno de los conventos, que con sus cúpulas y torres hacían semejar a
Veracruz con alguna ciudad de Medio Oriente. La destrucción por un bombazo del
suelo y puerta del convento de San Francisco, lo hicieron detenerse por un
momento, cavilando quizá sobre el nivel de destrucción que podría provocar en
la ciudad la caída de muchos de estos proyectiles.
Los edificios de gobierno,
así como la muralla y los baluartes, construidos todos con coral y ladrillo, le
parecieron firmes y fuertes; algunos de los primeros, incluso, los calificó como
bellos. Mucho le llamó la atención la abundante presencia de unos pájaros
grandes, feos y de color negro en calles, techos y en general en toda la
ciudad. Ya los había visto sobrevolando Veracruz desde el Criolla, pero
no era los mismo verlos desde lejos, que tenerlos caminando a su alrededor sin
temor alguno a su cercanía. La población les llamaba nopos y fungían
como los basureros de la ciudad, pues se comían tanto la carroña como la basura
de las calles y casas.
En esas observaciones se
encontraba Francisco de Orleans, el príncipe de Joinville, cuando notó un
movimiento inusitado de la gente hasta hace unos momentos tranquila. Ahora se
les miraba con insistencia y se hacían discretos comentarios. No tardó mucho en
averiguar el motivo de tanta expectación y corrillos: la llegada del afamado
general Antonio López de Santa Anna. Joinville no se cohíbe, antes bien,
aprovecha el momento y decide investigar el porqué de la presencia en la
ciudad de tan insigne personaje.
*****
Es alrededor del mediodía
cuando Santa Anna se entera de la presencia del príncipe en la ciudad a través
de dos oficiales franceses, los cuales se presentaron ante él para preguntar
cuál era el motivo de su llegada. Santa Anna los observa. Le pareció una
arrogancia el que ese par de galos se presentaran ante él para cuestionarlo.
Insolentes. Si la circunstancia hubiera sido otra, los hubiera hecho apresar
sin consideración alguna. Pero no. Prefirió tomarse su tiempo antes de dar una
respuesta. Sobre todo, si se considera que cualquier palabra poco pensada o mal
traducida podría traer consecuencias no deseadas.
-Mi gobierno ha desaprobado
la capitulación de esta plaza.- Contestó mirándoles a los ojos. -El
General Rincón ha sido residenciado en la capital y hoy yo soy el Comandante
General y vengo a cumplimentar órdenes supremas. Las que tengan relación con
vuestro almirante, luego estarán en manos de su Excelencia; entre tanto Su
Alteza, el Príncipe de Joinville y todos ustedes que le acompañan, deberán
retirarse a su escuadra de inmediato; pues si después de una hora permanecen en
tierra, serán reducidos a la condición de prisioneros. Y vean ustedes -les
mostró el reloj- son las doce de la mañana.
Los oficiales franceses se miraron entre sí y sin agregar más nada, saludaron al general y se
retiraron (Anna, 1905).
*****
El Héroe de Tampico salió
detrás del par de oficiales franceses, pero no los sigue. En lugar de ello sube a su quitrín y ordena a su ayudante que lo lleve a la casa de Serrano, en la calle de Las Damas.
Allí se encuentra con el capitán Giménez, que ya lo esperaba. Tras comentarle
su encuentro con los dos franceses, manda citar a las dos de la tarde a los jefes de los
cuerpos y de la plaza para una junta de guerra.
Mientras la hora llegaba, empezó a dictar una carta para el almirante Baudin
(Gimenez, 1911).
*****
Ya en la junta, el
Comandante General pidió opiniones sobre la viabilidad defensiva de la ciudad.
Pero lo que escuchó no varió mucho de lo que ya había oído en aquella junta que
tuvo con los mismos la madrugada del 28 del mes pasado, cuando Rincón era
comandante de la plaza y este le había pedido que presidiera la reunión.
Entre los oficiales seguía
predominando la idea de que la ciudad era indefendible. Argumentaban como
razones el mayor alcance y poderío de los cañones franceses comparados con los
de la ciudad, que a su vez no pasaban de 20, aunado al mal estado en que se
encontraban. La debilidad de los baluartes y lo defectuoso de estos “que ni
fortificaciones pueden llamarse”, era otro de los motivos. Como novedad le
informaron que habían llegado más barcos con refuerzos para los franceses, lo
que complicaría aún más una posible defensa Santa Anna había escuchado
suficiente. El enojo se vio reflejado en su rostro. Se levantó de golpe de su
asiento, dio un fuerte golpe sobre la mesa con su huesudo puño y exclamó
tajante:
-¡Señores, ni una palabra más! ¡Se defenderá
la ciudad a todo trance! *****
Cerca del mediodía, el almirante Baudin recibió el aviso del conde de Gourdon, capitán de
bergantín Cuirassier, que tropa de refuerzo había entrado a Veracruz,
rompiendo con ello el acuerdo de capitulación signado con Rincón sobre la neutralidad
de la ciudad. Ese convenio implicaba en uno de sus puntos que no debería de
haber más de 1000 hombres en ella para su defensa. La supuesta entrada de
estas tropas hizo que residentes franceses en la ciudad, por temor a su
integridad, se amontonaran en el muelle y pidieran ser llevados a la fortaleza
de Ulúa (Baudin, 1838), (Graviere J. d., 1888).
Con esta información,
Baudin ordenó al bergantín Alcibedes, fondeado frente a la Isla Verde,
que se dirigiera a reforzar la estación de batalla compuesta por el Criolla,
el Eclipse y el Cuirassier, los cuales se encontraban
anclados y a la expectativa frente a la ciudad. Mientras tanto, desde el Criolla,
Joinville mandó sus botes al muelle para recoger a sus conciudadanos y
transportarlos a la fortaleza.
Entonces el almirante
Baudin toma la determinación de pasar al Cuirassier para estar más
atento a cualquier evento que pudiera surgir. A las 4:00 de la tarde, estando a
bordo de este bergantín, recibió la misiva del general Santa Anna, en donde le
informó que el presidente de la República lo había nombrado Comandante General
del Estado de Veracruz y que los acuerdos realizados entre el general Rincón y
el almirante no habían sido aprobados por el gobierno mexicano, por lo que
quedaban sin efecto. Junto con la carta, iba un ejemplar impreso del decreto
del 30 de noviembre, en donde el presidente Bustamante declaraba la guerra a
Francia (Baudin, 1838).
El almirante francés
respondió en seguida a la misiva de Santa Anna y la envió a la ciudad.
*****
Cerca de las cuatro y media
de la tarde del 4 de diciembre, mientras en la junta militar se ultimaban
algunos detalles sobre la defensa de la ciudad, se presentó el Mayor de la
Plaza dando el parte a Santa Anna de que un bote con bandera blanca de parlamento
se había desprendido de la escuadra y se dirigía hacia el muelle. El general
ordenó a Giménez que saliera a recibir al parlamentario y en su caso
conducirlo, si así lo solicitaba, ante su presencia (Gimenez, 1911).
El capitán recibió en el
muelle a dos oficiales franceses, que pidieron entregar en la propia mano del
Comandante General un pliego del almirante Baudin. Giménez tomó del brazo a
ambos parlamentarios y los llevó hasta donde se encontraba Santa Anna. Allí,
los oficiales franceses le entregaron el documento, que, por estar en francés,
no pudo ser entendido por el general. Giménez tomó entonces los papeles y se
ofreció traducirlos.
El reloj dio las 5:30 de la
tarde (Rivera Cambas, 1871) con un general Santa Anna escuchando atentamente la
traducción del documento. En este, el almirante hacía saber al general mexicano
que al no haber sido aprobado por el gobierno el convenio de él con el general
Rincón, quedaban de nuevo rotas las hostilidades y por lo tanto, se reservaba
el derecho de emplear la fuerza para obligar a retirarse de Veracruz al nuevo
Comandante General y a las tropas que había introducido en la plaza. Le detenía
de hacerlo la compasión hacia esa pobre ciudad y su población, que mucho había
ya sufrido. Pero amenazaba con hacerlo una realidad si alguno de los ciudadanos
franceses residentes en la ciudad era molestado o perjudicados por el general
mexicano (Blanchard, 1839), (Baudin, 1838).
Una vez concluida la
lectura, Santa Anna le pidió al capitán Giménez que dijera a los parlamentarios
que, hasta el día siguiente, a las seis de la mañana, estaría en manos de Su
Excelencia, el almirante Baudin, la respuesta a su carta (Gimenez, 1911).
Los parlamentarios se
despidieron ceremoniosamente, para enseguida ser acompañados por el capitán
Giménez hasta el muelle. Mientras tanto, Santa Anna se dirigió a los cuarteles
y arengó a la tropa para infundirle entusiasmo. Allí se encontraban los
batallones 2° y 9°; juntos sumaban 700 hombres que, en base a su disciplina,
aún permanecían en la plaza (Anna, 1905). También se encontraban en el mismo
sitio el Escuadrón Activo.
Alrededor de las nueve de
la noche, cuando el general estaba terminando de pasar revista a las tropas,
fue avisado que el general Arista se había presentado en la Puerta de México
con un ayudante y cuatro de su escolta, (Arista, 1840). Santa Anna se extrañó
por su presencia, pues no le había dado órdenes de presentarse en la plaza,
pero aun así envió al capitán Giménez a recibirlo. Enseguida subió a su quitrín
y recorrió a vuelta de rueda la corta distancia que había entre los cuarteles y
la casa de Serrano, siguiendo el camino a todo lo largo la calle de Las Damas.
Le acompañaba una pequeña y silenciosa escolta a caballo.
*****
Charles Baudin estaba de
pie, meditando en silencio sobre la cubierta del Cuirassier. Al
poniente, entre la oscuridad de la noche, podían adivinarse los contornos de la
ciudad amurallada. “Es fea”, pensó Baudin mientras trataba de ubicar de
memoria algunas de las cúpulas y torres que había visto diariamente desde su
llegada al fondeadero de Sacrificios, a fines de octubre. Se le veía
meditabundo, por lo que ninguno de sus oficiales se atrevió a molestarle. La
respuesta que le había enviado Santa Anna lo irritaba. “Esa costumbre que
tienen los mexicanos de dejar las cosas para más tarde fue uno de los motivos
que dieron origen a esta guerra”, pensó.
“Si desde 1827…”
razonó, “…los mexicanos hubieran puesto manos en el asunto para que las
Declaraciones provisionales fueran aprobadas por su congreso de forma rápida y
sin dilaciones, hoy la historia sería otra y no estaría aquí, teniendo que
soportar esta situación, ni ese nauseabundo olor que despide aquella horrible ciudad,
ni tampoco su cambiante y extremoso clima”.
Las olas que golpeaban el
casco de la nave chasqueaban monótonamente. Una nocturna parvada de níveas aves
marinas pasó graznando por el negro cielo sin estrellas, más Baudin no
escuchaba nada. “Las reclamaciones económicas presentadas por la Legación
son otro asunto. Pero seguramente se hubieran solucionado sin mayor novedad si
los mexicanos hubieran tenido un tratado definitivo con Su Majestad, Luis
Felipe”.
“Pero los mexicanos son
tercos, impulsivos y poco razonables. Lo acaban de demostrar una vez más con
esa reacción de odio y rabia a los acuerdos logrados por mí y los generales
Rincón y Gaona.”
Ahora, Charles Baudin
estaba arrepentido. La ciudad se había quedado con una guarnición de 1000
hombres armados y en pie de guerra. La posesión de las armas era una
preocupación más para el almirante francés, pues podrían dar pie a la tentación
de ser usadas de una manera imprudente. Y para colmo, la llegada de Santa Anna,
junto con sus tropas de refuerzo, tornaban la situación aún más compleja.
“El general Santa Anna”,
musitó, Ese impredecible hombre no le daba la más mínima certidumbre. Era muy
diferente al general Rincón, persona honorable que podía manejar muy bien el
orgullo mexicano y cuya palabra fue una garantía de confianza que le evitó
exigir el desarme total de Veracruz. Aunque él tampoco deseó humillar demasiado
a los mexicanos pidiendo dicho desarme, sobre todo cuando le había ofrecido un
acuerdo de paz que involucraba a la ciudad (Baudin, 1838).
El pensar en un Veracruz
reforzado y armado en manos de Santa Anna le inquietaba mucho. ¿Qué podía hacer
al respecto? La idea de bombardear la ciudad y destruirla le era desagradable,
por lo que no quería tomarla como una opción. “Debí haber exigido el desarme
total cuando tuvo la oportunidad...” Pensó mientras miraba hacia el velamen
plegado en lo alto del Cuirassier…Una idea siguió revoloteando en
su cabeza por unos instantes, sin poder ser centrada. ”El desarme total...El
desarme...” Musitó con lentitud. De pronto, su faz se iluminó con una idea
mientras se dibujaba en su rostro la delgada línea de una sonrisa y golpeaba la
barandilla con la palma de su mano a la vez que exclamaba:
-¡Eso es! ¡Claro que
puedo evitar destruir la ciudad! ¡Voy a desarmar Veracruz...Y voy a capturar a
Antonio López de Santa Anna...!
*****
En el reloj se veía las
nueve de la noche. Los oficiales mandados a traer desde los demás barcos por su
almirante observaban a la luz de los candiles a un Charles Baudin con rostro
sereno, que de momento tomaba una expresión audaz conforme dictaba con rapidez
las instrucciones de su atrevido plan. Aunque improvisaba sobre la marcha, los
detalles eran tan precisos a la vista de los testigos que parecía los había
cavilado por mucho tiempo.
Después de un rato, Baudin
se levantó de su asiento y miró al techo del camarote. Por momentos callaba y analizaba las ideas antes de continuar dictando con tal fluidez, que los dos
secretarios apenas podían escribir lo suficientemente rápido. El almirante
también se detenía para mirar los planos que mostraban el perímetro y el
interior de la ciudad amurallada antes de continuar.
Había mucho detalle en
ellos, pues se representaba a Veracruz con sus calles y avenidas, baluartes,
manzanas, etc. Se señalaba también la ubicación de las barricadas y los
edificios militares (sus espías habían hecho un muy buen trabajo), así como
también la distribución y cantidad aproximada de las bocas de fuego existentes
en la ciudad.
En el plano también
resaltaba un gran círculo rojo, hecho de un solo trazo. Este encerraba la
esquina que formaba la calle de Las Damas con la de Nava, muy cerca de la
Puerta México. Encima de esa marca, con una caligrafía pulcra, podía leerse una
sola frase: “Maison occupé par le General Sta. Anna”.
*****
El reloj del recibidor
marcaba las 10 de la noche cuando el general Santa Anna se encontró frente a un
general Arista recién llegado de su campamento en Santa Fe. El hombre se veía
polvoriento, fatigado y seguramente hambriento. Hacía cinco años que no lo veía;
no obstante, abajo de todo ese cansancio y polvo, Santa Anna vio al militar
curtido por las campañas, el hombre con quien había tenido buenos tratos hasta
que fue traicionado y capturado por el recién llegado en el pueblo de Cuautla.
Haciendo un gran esfuerzo, hizo a un lado las viejas rencillas y trató de
hablarle y recibirle de la mejor manera, pensando que el general había cumplido
con sus órdenes de establecerse en Pocitos.
Pero el semblante de Santa
Anna cambió cuando escucha de Arista que él no había recibido ninguna orden
suya y que su sección volante
aún se encontraba en Santa Fe. Por ese motivo es que estaba allí presente, para
recibir instrucciones de su Comandante General. Santa Anna desespera y
le ordena que parta en seguida por las tropas y las lleve a Pocitos, pero
Arista le ruega descansar un poco, pues había estado cabalgando durante 26
horas continuas. El general xalapeño accede a regañadientes y le permite
descansar sólo un par de horas. Una vez cumplido el plazo, Arista se prepara a
partir cuando observa que el general está solo y aprovecha para acercarse y
darle una explicación sobre su actuar en 1833. La plática se torna pesada y se
alarga hasta las 3 de la madrugada, en que Santa Anna, ya enfadado, se levanta
de su asiento y le ordena: “¡Marche usted al momento!” Al escuchar Mariano Arista
el tono molesto de la orden le respondió: “Mi general, tenga calma, estoy
seguro que mi segundo habrá dado cumplimiento a la orden de usted” (Anna,
1905). Arista ya no partió y se queda a dormir en la casa de Santa Anna,
ocupando este y su Ayudante, el capitán Giménez cuartos contiguos (Gimenez,
1911). El general Arista durmió en
una cama improvisada en una de las salas de la casa. A las cuatro de la mañana
es despertado por Giménez para preguntarle si mandaba traerle los caballos,
pues tenía que salir a reunirse con la sección volante. El general asiente y
aprovecha para dormir un poco más mientras le llevaban los corceles.
Litografía del general Mariano Arista.
Fuente: Mediateca - INAH
(Fin de entrega No. 5).
Imagen de encabezado: Aduana de Veracruz, Edouard Pringet, litografía coloreada, mediados del siglo XIX, Fomento Cultural Banamex, México
- Anna, A. L. (1905). Mi historia
militar y política. 1810-1874. Memorias inéditas. México: Librería de la
Vda. de Ch. Bouret.
- Arista, M. (27 de Abril de 1840).
Manifiesto que hace a sus conciudadanos el general Mariano Arista. Diario de
Gobierno de la República Mexicana, pág. 1.
- Baudin, C. (1838). Expedition du
Mexique - Rapport de M. L'amiral Baudin à M. Le ministre de la marine, du 9 de
décembre 1838.
- Blanchard, P. (1839). San Juan
de Ulúa o l'expedition francaise au Mexique. Paris: Chez guide, Editeur.
- Bravo, J. B. (Abril-junio de 1953).
El conflicto con Francia de 1829 - 1839. Historia mexicana II, 477-502.
- Bulnes, F. (1904). Las grandes
meniras de nuestra historia. México: Librería de la viuda
de CH. Bouret.
- Bustamante, C. M. (1842). El
gabinete mexicano durante el Segundo Periodo del Exmo. Señor Presidente D.
Anastasio Bustamante. México: Imprenta de José M. Lara.
- Cambas, M. R. (1871). Historia
antigua y moderna de Jalapa y de las r evoluciones del Estado de Veracruz.
México: Imprenta de Ignacio Cumplido.
- Cuevas, L. G. (1839). Exposición
sobre las diferencias con Francia. México: Imprenta de Ignacio Cumplido.
- Gimenez, M. M. (1911). Memorias
del coronel Manuel Gimenez. Ayudante de campo del general Santa Anna.
México: Librería de la Vda. de Ch. Bouret.
- Graviere, J. . (1888). L'amiral
Baudin. Paris: Librairie Plon.
- Joinville, F.-F.-P.-L.-M. d.
(1895). Memoirs (Vieux Souvenirs) of the Prince de Joinville. London:
William Heinemann.
- Paz, I. (1895). Leyendas
históricas. Su Alteza Serenísima. México: Imprenta de Irineo Paz.
- Reyes, A. d. (1927). La primera
guerra entre México y Francia. México: Secretaría de Relaciones Exteriores.
- Rincón, M. (1839). Manifiesto
del general Manuel Rincón sobre Ulúa y Veracruz. México: Imprenta de
Ignacio Cumplido.
- Rivera Cambas, M. (1871). Historia
antigua y moderna de Jalapa y de las revoluciones del Estado de Veracruz.
México: Imprenta de Ignacio Cumplido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario