jueves, 22 de diciembre de 2022

La guerra de los Pasteles - Entrega No. 5 - Del 29 de noviembre al 4 de diciembre de 1838. Un compás de espera



Por Luis Villanueva

Del 29 de noviembre al 4 de diciembre de 1838. Un compás de espera
    La ciudad de Veracruz no podría haber mostrado un aspecto más desolador aquella mañana del 29 de noviembre de 1838: las calles se encontraban vacías y el comercio cerrado. Y salvo los soldados en los baluartes o por aquellos que patrullaban en pequeños grupos, muy poca gente se desplazaba por la ciudad. Esto debido a que la población, al ver los movimientos de la fuerza naval francesa, el bombardeo a San Juan de Ulúa y su posterior ocupación, temieron que algo semejante iba a sucederé con la ciudad, por lo que huyeron con sus familias a las rancherías y pueblos de los alrededores (Rivera Cambas, 1871).
    Sin embargo, una vez firmados los acuerdos de neutralidad referentes a Veracruz entre el general Manuel Rincón y el almirante harles Baudin, y una vez tomada la fortaleza de San Juan de Ulúa por los galos, la ciudad disfrutó de algunos días de tregua que permitió a la gente retornar a sus hogares y negocios. Muchos de los que volvían y dirigían la vista a la fortaleza, no pudieron evitar un dejo de tristeza, enojo o frustración al ver ondear la bandera francesa sobre los restos del Caballero Alto y en el fanal giratorio de la vetusta y ahora ruinosa fortaleza (Rivera Cambas, 1871).
    También surgieron voces que pregonaban que las capitulaciones en ambas plazas se debieron a la cobardía de los generales Rincón y Gaona. Otras, que había sido una traición del primero por su origen español y algunas más vociferaban a través de la prensa que “el fuerte no había sido tomado con balas de plomo, sino con balas de plata”, pues el segundo, decían, se había vendido a los franceses. Finalmente, voces más analíticas hicieron ver que la derrota había sido por el descuido del gobierno, pues no había dotado de medios suficientes para su defensa a la fortaleza y a la ciudad (Bravo, 1953), (Rivera Cambas, 1871), (Blanchard, 1839), (Bulnes, 1904).
    Al mismo tiempo, en las calles de la capital del país y también frente a Palacio Nacional, se pedía a gritos que el general Santa Anna fuera elegido para salvar el honor patrio. Los ecos de estas peticiones fueron considerados no de muy buena manera por el presidente Anastasio Bustamante (Santa Anna se sublevó contra él en Veracruz el 2 de enero de 1832), quien de todas formas envió a la cámara la propuesta del general xalapeño como sustituto del general Rincón, pensando que ésta no sería bien vista entre los diputados y que la rechazarían, acabando así con las peticiones de los santanistas.
    El 30 de noviembre, el supremo gobierno expidió un decreto en la que se declaraba la guerra a Francia y el 1° de diciembre, otro más en donde se expulsaba a todos los súbditos de ese país, con excepción de aquellos casados con mujeres mexicanas. De paso, también el gobierno desconoció los acuerdos firmados por el general Rincón.
    Ante las muestras de dureza del gobierno, el pueblo y los particulares reaccionaron con entusiasmo, ofreciendo apoyar,  a través de cuotas mensuales, el sostenimiento de las tropas; además de que mucha gente solicitó armas y oficiales para formar cuerpos de voluntarios. 
    Sin embargo, ese mismo día el presidente se llevó un gran chasco cuando se enteró de lo ocurrido dentro de la cámara de Diputados. El Ministro del Interior, José Joaquín Pesado dijo  ante los diputados: “que el presidente había designado para que sucediera al general Rincón...al general...al general...” y tragaba saliva el Ministro, hasta que finalmente soltó a bocajarro: ...Don Antonio López de Santa Anna”. Entonces se escuchó un estrépito de aplausos y de gritos: “¡A ese queremos! ¡Ese es el salvador de la patria!” (Rivera Cambas, 1871), (Bravo, 1953), (Bulnes, 1904), (Anna, 1905), (Bustamante, 1842)
    Entonces, el presidente Bustamante envió un comunicado a través del Ministro de Guerra al Comandante General del Departamento de Veracruz, general Manuel Rincón, en donde le informa que debe entregar el mando al general Antonio López de Santa Anna y presentarse en la capital, tanto él, como el general Antonio Gaona, para ser sometidos a un consejo de guerra.
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    El lunes 3 de diciembre, Veracruz mostraba un trasiego que rayaba en la normalidad, pues la gente se movilizaba por calles y comercios sin mucha preocupación, mientras que soldados y oficiales franceses, ansiosos de pisar tierra después de varios meses embarcados, caminaban por las calles curioseando o comprando. Los suministros de alimentos frescos para la escuadra eran conseguidos con gran facilidad en el mercado que rebosaba, tanto en el interior como en su exterior, de productos “tropicales”. Hay que decir que la población sí comerciaba con los franceses, pero bajo un gran estoicismo, pues tenían que soportar las “imprudentes arrogancias y denuestos” de parte de los galos (Gimenez, 1911), (Blanchard, 1839).
    Esta aparente calma llevó al almirante Baudin a escribir una carta al presidente de la república, en donde se excusaba de hacerlo directamente y no a través del ministro Cuevas, con quien ya no quería entenderse. En esta misiva, Baudin le propuso al presidente Bustamante el último arreglo que Cuevas había desechado sobre la indemnización a los franceses afectados en sus intereses. Con todo, este paso ya no dio resultado alguno (Blanchard, 1839), (Rivera Cambas, 1871).
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    La noche del 3 de diciembre, Santa Anna se encontraba en su hacienda de Manga de Clavo en compañía de su joven esposa, doña María Inés García Martínez, en tranquila charla. La noche hacía ya un rato que había empezado a tender su manto, por lo que un sirviente pasó por el lugar encendiendo las velas en los candelabros. Dos pequeñas hijas del general jugaban entre risas y gritos, corriendo por los amplios pasillos. Guadalupe, la mayor, entraron al comedor en hurtadillas y se escondieron momentáneamente detrás de la silla donde estaba sentado el general. Entre tanto, María del Carmen pasó corriendo de largo sin verlos. El general rio pudo evitar sonreír cuando Lupita salió corriendo de su escondite entre risas y se fue en dirección contraria a la seguida por su hermana. 
    Afuera, el clima fresco y el constante estridular de los grillos formaba un coro tan armonioso que invitaba al relajamiento. Una sirvienta de rasgos negros entró y comenzó a acomodar sobre la gran mesa de cedro, los platos y vasos que habrían de ser utilizado en la cena, retirándose en seguida.
    En las altas paredes, las sombras producidas por la luz de los candiles danzaban con curiosas formas. Santa Anna las miraba mientras seguía platicando con su esposa. A eso de las 7 de la noche, el general recibió el aviso de que acababa de llegar un mensaje urgente para él. Uno de sus ayudantes entró al amplio comedor instantes después, llevando en su mano un sobre sellado. Santa Anna lo recibió en la comodidad de su asiento y tras lanzar un ligero silbido, lo abrió y comenzó a leer su contenido (Anna, 1905).
    Mientras leía, una ligera sonrisa de satisfacción se adueñó de su rostro. Doña Inés no dijo nada. Después de 13 años de matrimonio, conocía muy bien las reacciones de su esposo y sabía cuándo algo era de su agrado. Sin mediar palabra, se levantó de su silla a preparar la ropa y los utensilios de viaje del general.

“Escmo.[1] Sr.- Satisfecho el Escmo. Sr. Presidente de la decisión de V. E. por sostener los derechos nacionales, altamente ultrajados por las fuerzas francesas, ha resuelto que se encargue V. E. de la comandancia general de ese Departamento; cuyo mando le entregará el Escmo. Sr. General D. Manuel Rincón, a quien para el efecto dirijo con esta fecha la orden correspondiente.-" (Arista, 1840).

La hacienda de Manga de Clavo, residencia de Santa Anna, 
según Fanny Chambers Gooch.

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    Santa Anna decidió pasar esa noche en su hacienda y partir muy temprano a la mañana siguiente, 4 de diciembre, hacia Veracruz. Aún estaba oscuro cuando inició el viaje en su quitrín, acompañado por su ayudante, cuatro lanceros y un cabo (Anna, 1905). Uno de ellos lleva por las riendas a su famoso caballo blanco. El recorrido lo hicieron en silencio, sólo roto de vez en cuando por el arreo que hacía su ayudante o por el chillido de algunos pájaros madrugadores. El general dormitó durante casi todo el camino.
    Al llegar al caserío de Vergara, la imagen de un mar en calma, casi sin olas, que reflejaba el sol del amanecer como si se tratara de un espejo, recibió al general y a su escolta. Pero Santa Anna, habituado a esta vista, lo ignoró. Su mirada se centraba en la distancia, en la aun lejana Veracruz, sitio a donde se dirigían con relativa rapidez. De pronto, ordenó detener la marcha al observar a lo lejos el rápido galope por la playa de una posta procedente de la ciudad. Conforme se acercaba el grupo, el general observó que entre ella iba un oficial, reconociendo en seguida al Ayudante de Campo del general Rincón, el capitán Manuel María Giménez. Santa Anna, apeándose no sin dificultad de su quitrín “maldita inactividad de dos años”, mandó a un par de dragones[2] para interceptar al uniformado.
    Los dragones partieron a todo galope a cumplir con la orden. El golpeteo opaco de los cascos en la arena humedecida por el mar, apenas se oye conforme se iban alejando. Mientras esperaba, el general extrajo un pequeño recipiente del coche y se sirvió un poco de café en una tacita de porcelana pulcramente adornada. Al primer sorbo, el sabor amargo lo hizo reaccionar con un ligero mohín, al mismo tiempo que una fresca, casi fría racha de viento procedente del mar, lo estremeció. Lástima que no esté caliente”, musitó mientras daba otro sorbo a la oscura infusión. A lo lejos, los dragones hablaban con el capitán.
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    El capitán Giménez observó que desde de Vergara se desprendían dos dragones en su dirección. Detuvo a su caballo y los esperó. La posta, emulándolo, se detuvo también. Al llegar los soldados a donde se encontraba, le comunicaron que el general Santa Anna estaba en Vergara y que deseaba hablar con él (Gimenez, 1911).
    Giménez se sorprendió por la presencia del general en aquel lugar. Se preguntó qué podría ser lo que deseaba de él, por lo que haciéndose acompañar por el postillón, se dirigió a todo galope hasta donde estaba el Héroe de Tampico. El par de dragones los siguieron un poco más atrás. A los pocos minutos llegó hasta donde estaba Santa Anna.
-¿Hacia dónde se dirige, capitán?- Le lanzó el general luego de un rápido saludo.
- Voy a Xalapa, mi general. Responde un Giménez avispado. – Tiene tiempo que no veo a mi familia. Hoy temprano el general Rincón me expidió un pasaporte hacia allá, pues como las hostilidades con Francia finalizaron y mis servicios como su Ayudante de Campo ya no le son tan necesarios, el general me autorizó irme.
    Santa Anna, tomando del codo a Giménez, lo alejó del grupo. Un pequeño cangrejo azul metálico se alejó corriendo y se metió en su agujero cuando se le acercaron. En el cielo, el sol brillaba con fuerza.
- Pues las hostilidades con Francia se romperán de nuevo, capitán. –Le confió el general con aire grave. -El presidente Bustamante ha desconocido los acuerdos de Rincón con Baudin. Además, ha destituido a Rincón como Comandante General y se de buenas fuentes, que lo juzgará, junto con el general Gaona, en un consejo de Guerra.
    Giménez se sorprendió al escuchar las noticias. De entrada, le pareció injusto que ambos generales fueran sometidos a un juicio. Él supo de todas las necesidades y carencias que había en las plazas de Veracruz y de Ulúa, y cómo el general Rincón había hecho lo posible por subsanarlas. En todo caso”, pensó, “a quien deberían de someter a juicio era al gobierno mismo, pues éste escatimó los dineros para pertrechar y proteger a ambas plazas. La pérdida de Ulúa era la consecuencia de aquellas dilaciones.
    Santa Anna continuó. El Congreso me nombró Comandante General en sustitución del General Rincón.- El capitán hizo un pequeño, casi imperceptible movimiento de sorpresa, pero no dijo nada. Es por ello que le ruego desista de su viaje a Xalapa y me acompañe en clase de Ayudante (Gimenez, 1911).
    Manuel Giménez pensó en la propuesta por un momento. Tenía muchos deseos de ver a su familia. Además, desde hacía ocho años había montado un lucrativo negocio en la ciudad de Veracruz que le daba muchas más ventajas que las recibidas del gobierno como capitán, por lo que no le era muy necesario continuar al servicio de las armas. Sin embargo, su simpatía hacia Santa Anna, el suponer que esta nueva incursión en las armas iba a ser muy pasajera y el hecho de que iba a defender nuevamente la independencia de la patria, lo llevaron a aceptar la propuesta.
- Muchas gracias, general por considerarme. Cuente con mi apoyo.- Contestó lacónico.
    Santa Anna sonrió brevemente tras escuchar la respuesta y sin dar tiempo a más meditaciones, lo invitó a subirse al quitrín junto con su secretario, para continuar la marcha hacia el puerto de Veracruz. El postillón, que llevaba los caballos del general y del capitán por las riendas, galopaba a un lado. El xalapeño, un poco desesperado, ordenó acelerar el paso.
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    Durante el recorrido por la playa, el carro se mueve con dificultad entre la arena suelta, haciendo surgir la impaciencia al general. De improviso, Santa Anna le pidió al capitán que se adelantara a caballo junto con su postillón hasta la ciudad, para avisar al comandante de la guardia de la puerta México de su llegada y le franqueara, sin pérdida de tiempo, la entrada junto con su escolta; también mandó que se cerraran todas las puertas de la muralla, tanto las de mar como las de tierra y que no se permitiese la salida de nadie en lo absoluto. Igualmente le solicitó a Giménez que se presentara con el general Rincón para mostrarle el nombramiento de Comandante General y finalmente, que lo aguardara en la casa de Serrano, allende a la Puerta México, pues allí pensaba pernoctar. Giménez llegó a la ciudad sin pérdida de tiempo y cumplió cabalmente con lo ordenado (Gimenez, 1911).
    Santa Anna llegó a la ciudad a ese de las 11 de la mañana y tras recibir el mando del general Rincón y ponerse al día en las últimas novedades, despidió amablemente al general oriundo de Perote, quien partió casi en seguida con rumbo a Xalapa. No obstante, cuando estaba avocado en lo más urgente, recibió un parte del general Mariano Arista, en donde le informaba que había llegado junto con su fuerza volante al caserío de Santa Fe.
    Mariano Arista... Santa Anna musitó el nombre en un tono llano. Él sabía que a Arista había recibido del gobierno la instrucción de que se pusiera a sus órdenes, pero desconfiaba de su otrora compañero de andanzas. Arista había vuelto a aparecer en la escena política y militar con el favor del presidente Bustamante, que lo había sacado del destierro Y lo puso en el empleo (Anna, 1905). Los recuerdos se agolpan en su mente, haciendo que la desconfianza y la antipatía crecieran por momentos...Y es que las traiciones no se olvidan. Pero no. Las circunstancias y los tiempos eran diferentes. No tendría por qué ser lo mismo. Sin embargo, no pudo dejar de cavilar que al igual que en 1833, cuando él era el presidente de la república, hoy Arista también está a su servicio, bajo Su mando...O al menos eso quería creer...
    El general sale de pronto de sus cavilaciones y dicta a su secretario la orden siguiente para el general Arista: “Que al oscurecer, silenciosamente deberá situarse en Pocitos[3] y que esperara allí nuevas órdenes”.
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    El mismo día 4, durante la mañana, Baudin decide mover casi toda su escuadra a los fondeaderos de las islas Verde y de Pájaros, con excepción del bergantín Cuirassier que permaneció anclado frente al puerto (Baudin, 1838). Por su parte, el príncipe de Joinville, queriendo visitar la ciudad, desembarca en el transcurso de la mañana en el muelle, para hacer un corto recorrido junto con su escolta[4] (Blanchard, 1839). Durante su caminar, Joinville observó las grises casas y las empedradas calles que, sin excepción, eran atravesadas a todo lo largo por acequias llenas de basura y aguas negras que desembocaban al mar.
    También tuvo oportunidad de admirar alguno de los conventos, que con sus cúpulas y torres hacían semejar a Veracruz con alguna ciudad de Medio Oriente. La destrucción por un bombazo del suelo y puerta del convento de San Francisco, lo hicieron detenerse por un momento, cavilando quizá sobre el nivel de destrucción que podría provocar en la ciudad la caída de muchos de estos proyectiles.
    Los edificios de gobierno, así como la muralla y los baluartes, construidos todos con coral y ladrillo, le parecieron firmes y fuertes; algunos de los primeros, incluso, los calificó como bellos. Mucho le llamó la atención la abundante presencia de unos pájaros grandes, feos y de color negro en calles, techos y en general en toda la ciudad. Ya los había visto sobrevolando Veracruz desde el Criolla, pero no era los mismo verlos desde lejos, que tenerlos caminando a su alrededor sin temor alguno a su cercanía. La población les llamaba nopos y fungían como los basureros de la ciudad, pues se comían tanto la carroña como la basura de las calles y casas.
    En esas observaciones se encontraba Francisco de Orleans, el príncipe de Joinville, cuando notó un movimiento inusitado de la gente hasta hace unos momentos tranquila. Ahora se les miraba con insistencia y se hacían discretos comentarios. No tardó mucho en averiguar el motivo de tanta expectación y corrillos: la llegada del afamado general Antonio López de Santa Anna. Joinville no se cohíbe, antes bien, aprovecha el momento y decide investigar el porqué de la presencia en la ciudad de tan insigne personaje.
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    Es alrededor del mediodía cuando Santa Anna se entera de la presencia del príncipe en la ciudad a través de dos oficiales franceses, los cuales se presentaron ante él para preguntar cuál era el motivo de su llegada. Santa Anna los observa. Le pareció una arrogancia el que ese par de galos se presentaran ante él para cuestionarlo. Insolentes. Si la circunstancia hubiera sido otra, los hubiera hecho apresar sin consideración alguna. Pero no. Prefirió tomarse su tiempo antes de dar una respuesta. Sobre todo, si se considera que cualquier palabra poco pensada o mal traducida podría traer consecuencias no deseadas.
-Mi gobierno ha desaprobado la capitulación de esta plaza.- Contestó mirándoles a los ojos. -El General Rincón ha sido residenciado en la capital y hoy yo soy el Comandante General y vengo a cumplimentar órdenes supremas. Las que tengan relación con vuestro almirante, luego estarán en manos de su Excelencia; entre tanto Su Alteza, el Príncipe de Joinville y todos ustedes que le acompañan, deberán retirarse a su escuadra de inmediato; pues si después de una hora permanecen en tierra, serán reducidos a la condición de prisioneros. Y vean ustedes -les mostró el reloj- son las doce de la mañana.
Los oficiales franceses se miraron entre sí y sin agregar más nada, saludaron al general y se retiraron (Anna, 1905).
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    El Héroe de Tampico salió detrás del par de oficiales franceses, pero no los sigue. En lugar de ello sube a su quitrín y ordena a su ayudante que lo lleve a la casa de Serrano, en la calle de Las Damas. Allí se encuentra con el capitán Giménez, que ya lo esperaba. Tras comentarle su encuentro con los dos franceses, manda citar a las dos de la tarde a los jefes de los cuerpos y de la plaza para una junta de guerra. Mientras la hora llegaba, empezó a dictar una carta para el almirante Baudin (Gimenez, 1911).
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    Ya en la junta, el Comandante General pidió opiniones sobre la viabilidad defensiva de la ciudad. Pero lo que escuchó no varió mucho de lo que ya había oído en aquella junta que tuvo con los mismos la madrugada del 28 del mes pasado, cuando Rincón era comandante de la plaza y este le había pedido que presidiera la reunión.
    Entre los oficiales seguía predominando la idea de que la ciudad era indefendible. Argumentaban como razones el mayor alcance y poderío de los cañones franceses comparados con los de la ciudad, que a su vez no pasaban de 20, aunado al mal estado en que se encontraban. La debilidad de los baluartes y lo defectuoso de estos “que ni fortificaciones pueden llamarse”, era otro de los motivos. Como novedad le informaron que habían llegado más barcos con refuerzos para los franceses, lo que complicaría aún más una posible defensa[5]
    Santa Anna había escuchado suficiente. El enojo se vio reflejado en su rostro. Se levantó de golpe de su asiento, dio un fuerte golpe sobre la mesa con su huesudo puño y exclamó tajante:
 -¡Señores, ni una palabra más! ¡Se defenderá la ciudad a todo trance![6]
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    Cerca del mediodía, el almirante Baudin recibió el aviso del conde de Gourdon, capitán de bergantín Cuirassier, que tropa de refuerzo había entrado a Veracruz[7], rompiendo con ello el acuerdo de capitulación signado con Rincón sobre la neutralidad de la ciudad. Ese convenio implicaba en uno de sus puntos que no debería de haber más de 1000 hombres en ella para su defensa. 
    La supuesta entrada de estas tropas hizo que residentes franceses en la ciudad, por temor a su integridad, se amontonaran en el muelle y pidieran ser llevados a la fortaleza de Ulúa (Baudin, 1838), (Graviere J. d., 1888).
    Con esta información, Baudin ordenó al bergantín Alcibedes, fondeado frente a la Isla Verde, que se dirigiera a reforzar la estación de batalla compuesta por el Criolla, el Eclipse y el Cuirassier, los cuales se encontraban anclados y a la expectativa frente a la ciudad. Mientras tanto, desde el Criolla, Joinville mandó sus botes al muelle para recoger a sus conciudadanos y transportarlos a la fortaleza.
    Entonces el almirante Baudin toma la determinación de pasar al Cuirassier para estar más atento a cualquier evento que pudiera surgir. A las 4:00 de la tarde, estando a bordo de este bergantín, recibió la misiva del general Santa Anna, en donde le informó que el presidente de la República lo había nombrado Comandante General del Estado de Veracruz y que los acuerdos realizados entre el general Rincón y el almirante no habían sido aprobados por el gobierno mexicano, por lo que quedaban sin efecto. Junto con la carta, iba un ejemplar impreso del decreto del 30 de noviembre, en donde el presidente Bustamante declaraba la guerra a Francia (Baudin, 1838).
    El almirante francés respondió en seguida a la misiva de Santa Anna y la envió a la ciudad.
*****
    Cerca de las cuatro y media de la tarde del 4 de diciembre, mientras en la junta militar se ultimaban algunos detalles sobre la defensa de la ciudad, se presentó el Mayor de la Plaza dando el parte a Santa Anna de que un bote con bandera blanca de parlamento se había desprendido de la escuadra y se dirigía hacia el muelle. El general ordenó a Giménez que saliera a recibir al parlamentario y en su caso conducirlo, si así lo solicitaba, ante su presencia (Gimenez, 1911).
    El capitán recibió en el muelle a dos oficiales franceses, que pidieron entregar en la propia mano del Comandante General un pliego del almirante Baudin. Giménez tomó del brazo a ambos parlamentarios y los llevó hasta donde se encontraba Santa Anna. Allí, los oficiales franceses le entregaron el documento, que, por estar en francés, no pudo ser entendido por el general. Giménez tomó entonces los papeles y se ofreció traducirlos.
    El reloj dio las 5:30 de la tarde (Rivera Cambas, 1871) con un general Santa Anna escuchando atentamente la traducción del documento. En este, el almirante hacía saber al general mexicano que al no haber sido aprobado por el gobierno el convenio de él con el general Rincón, quedaban de nuevo rotas las hostilidades y por lo tanto, se reservaba el derecho de emplear la fuerza para obligar a retirarse de Veracruz al nuevo Comandante General y a las tropas que había introducido en la plaza. Le detenía de hacerlo la compasión hacia esa pobre ciudad y su población, que mucho había ya sufrido. Pero amenazaba con hacerlo una realidad si alguno de los ciudadanos franceses residentes en la ciudad era molestado o perjudicados por el general mexicano (Blanchard, 1839), (Baudin, 1838).
    Una vez concluida la lectura, Santa Anna le pidió al capitán Giménez que dijera a los parlamentarios que, hasta el día siguiente, a las seis de la mañana, estaría en manos de Su Excelencia, el almirante Baudin, la respuesta a su carta (Gimenez, 1911).
    Los parlamentarios se despidieron ceremoniosamente, para enseguida ser acompañados por el capitán Giménez hasta el muelle. Mientras tanto, Santa Anna se dirigió a los cuarteles y arengó a la tropa para infundirle entusiasmo. Allí se encontraban los batallones 2° y 9°; juntos sumaban 700 hombres que, en base a su disciplina, aún permanecían en la plaza (Anna, 1905). También se encontraban en el mismo sitio el Escuadrón Activo.
    Alrededor de las nueve de la noche, cuando el general estaba terminando de pasar revista a las tropas, fue avisado que el general Arista se había presentado en la Puerta de México con un ayudante y cuatro de su escolta, (Arista, 1840). Santa Anna se extrañó por su presencia, pues no le había dado órdenes de presentarse en la plaza, pero aun así envió al capitán Giménez a recibirlo. Enseguida subió a su quitrín y recorrió a vuelta de rueda la corta distancia que había entre los cuarteles y la casa de Serrano, siguiendo el camino a todo lo largo la calle de Las Damas. Le acompañaba una pequeña y silenciosa escolta a caballo.
*****
    Charles Baudin estaba de pie, meditando en silencio sobre la cubierta del Cuirassier. Al poniente, entre la oscuridad de la noche, podían adivinarse los contornos de la ciudad amurallada. Es fea, pensó Baudin mientras trataba de ubicar de memoria algunas de las cúpulas y torres que había visto diariamente desde su llegada al fondeadero de Sacrificios, a fines de octubre. Se le veía meditabundo, por lo que ninguno de sus oficiales se atrevió a molestarle. La respuesta que le había enviado Santa Anna lo irritaba. “Esa costumbre que tienen los mexicanos de dejar las cosas para más tarde fue uno de los motivos que dieron origen a esta guerra, pensó.
    Si desde 1827… razonó, …los mexicanos hubieran puesto manos en el asunto para que las Declaraciones provisionales fueran aprobadas por su congreso de forma rápida y sin dilaciones, hoy la historia sería otra y no estaría aquí, teniendo que soportar esta situación, ni ese nauseabundo olor que despide aquella horrible ciudad, ni tampoco su cambiante y extremoso clima”.
    Las olas que golpeaban el casco de la nave chasqueaban monótonamente. Una nocturna parvada de níveas aves marinas pasó graznando por el negro cielo sin estrellas, más Baudin no escuchaba nada. Las reclamaciones económicas presentadas por la Legación son otro asunto. Pero seguramente se hubieran solucionado sin mayor novedad si los mexicanos hubieran tenido un tratado definitivo con Su Majestad, Luis Felipe”.
    Pero los mexicanos son tercos, impulsivos y poco razonables. Lo acaban de demostrar una vez más con esa reacción de odio y rabia a los acuerdos logrados por mí y los generales Rincón y Gaona.
    Ahora, Charles Baudin estaba arrepentido. La ciudad se había quedado con una guarnición de 1000 hombres armados y en pie de guerra. La posesión de las armas era una preocupación más para el almirante francés, pues podrían dar pie a la tentación de ser usadas de una manera imprudente. Y para colmo, la llegada de Santa Anna, junto con sus tropas de refuerzo, tornaban la situación aún más compleja.
    El general Santa Anna, musitó, Ese impredecible hombre no le daba la más mínima certidumbre. Era muy diferente al general Rincón, persona honorable que podía manejar muy bien el orgullo mexicano y cuya palabra fue una garantía de confianza que le evitó exigir el desarme total de Veracruz. Aunque él tampoco deseó humillar demasiado a los mexicanos pidiendo dicho desarme, sobre todo cuando le había ofrecido un acuerdo de paz que involucraba a la ciudad (Baudin, 1838).
    El pensar en un Veracruz reforzado y armado en manos de Santa Anna le inquietaba mucho. ¿Qué podía hacer al respecto? La idea de bombardear la ciudad y destruirla le era desagradable, por lo que no quería tomarla como una opción. Debí haber exigido el desarme total cuando tuvo la oportunidad... Pensó mientras miraba hacia el velamen plegado en lo alto del Cuirassier…Una idea siguió revoloteando en su cabeza por unos instantes, sin poder ser centrada. El desarme total...El desarme... Musitó con lentitud. De pronto, su faz se iluminó con una idea mientras se dibujaba en su rostro la delgada línea de una sonrisa y golpeaba la barandilla con la palma de su mano a la vez que exclamaba:
-¡Eso es! ¡Claro que puedo evitar destruir la ciudad! ¡Voy a desarmar Veracruz...Y voy a capturar a Antonio López de Santa Anna...!
*****
    En el reloj se veía las nueve de la noche. Los oficiales mandados a traer desde los demás barcos por su almirante observaban a la luz de los candiles a un Charles Baudin con rostro sereno, que de momento tomaba una expresión audaz conforme dictaba con rapidez las instrucciones de su atrevido plan. Aunque improvisaba sobre la marcha, los detalles eran tan precisos a la vista de los testigos que parecía los había cavilado por mucho tiempo.
    Después de un rato, Baudin se levantó de su asiento y miró al techo del camarote. Por momentos callaba y analizaba las ideas antes de continuar dictando con tal fluidez, que los dos secretarios apenas podían escribir lo suficientemente rápido. El almirante también se detenía para mirar los planos que mostraban el perímetro y el interior de la ciudad amurallada antes de continuar.
    Había mucho detalle en ellos, pues se representaba a Veracruz con sus calles y avenidas, baluartes, manzanas, etc. Se señalaba también la ubicación de las barricadas y los edificios militares (sus espías habían hecho un muy buen trabajo), así como también la distribución y cantidad aproximada de las bocas de fuego existentes en la ciudad.
    En el plano también resaltaba un gran círculo rojo, hecho de un solo trazo. Este encerraba la esquina que formaba la calle de Las Damas con la de Nava, muy cerca de la Puerta México. Encima de esa marca, con una caligrafía pulcra, podía leerse una sola frase: Maison occupé par le General Sta. Anna.
*****
    El reloj del recibidor marcaba las 10 de la noche cuando el general Santa Anna se encontró frente a un general Arista recién llegado de su campamento en Santa Fe. El hombre se veía polvoriento, fatigado y seguramente hambriento. Hacía cinco años que no lo veía; no obstante, abajo de todo ese cansancio y polvo, Santa Anna vio al militar curtido por las campañas, el hombre con quien había tenido buenos tratos hasta que fue traicionado y capturado por el recién llegado en el pueblo de Cuautla. Haciendo un gran esfuerzo, hizo a un lado las viejas rencillas y trató de hablarle y recibirle de la mejor manera, pensando que el general había cumplido con sus órdenes de establecerse en Pocitos.
    Pero el semblante de Santa Anna cambió cuando escucha de Arista que él no había recibido ninguna orden suya y que su sección volante[8] aún se encontraba en Santa Fe. Por ese motivo es que estaba allí presente, para recibir instrucciones de su Comandante General. Santa Anna desespera y le ordena que parta en seguida por las tropas y las lleve a Pocitos, pero Arista le ruega descansar un poco, pues había estado cabalgando durante 26 horas continuas. El general xalapeño accede a regañadientes y le permite descansar sólo un par de horas. Una vez cumplido el plazo, Arista se prepara a partir cuando observa que el general está solo y aprovecha para acercarse y darle una explicación sobre su actuar en 1833. La plática se torna pesada y se alarga hasta las 3 de la madrugada, en que Santa Anna, ya enfadado, se levanta de su asiento y le ordena: “¡Marche usted al momento!
    Al escuchar Mariano Arista el tono molesto de la orden le respondió: Mi general, tenga calma, estoy seguro que mi segundo habrá dado cumplimiento a la orden de usted (Anna, 1905). Arista ya no partió y se queda a dormir en la casa de Santa Anna, ocupando este y su Ayudante, el capitán Giménez cuartos contiguos (Gimenez, 1911)[9].
    El general Arista durmió en una cama improvisada en una de las salas de la casa. A las cuatro de la mañana es despertado por Giménez para preguntarle si mandaba traerle los caballos, pues tenía que salir a reunirse con la sección volante. El general asiente y aprovecha para dormir un poco más mientras le llevaban los corceles.

Litografía del general Mariano Arista. 
Fuente: Mediateca - INAH

(Fin de entrega No. 5).

Imagen de encabezado: Aduana de Veracruz, Edouard Pringet, litografía coloreada, mediados del siglo XIX, Fomento Cultural Banamex, México

Capítulos previos:
Primera entrega: Aquí
Segunda entregaAquí
Tercera entrega: Aquí
Cuarta entrega: Aquí


[1] Excelentísimo.

[2] Soldados de caballería.

[3] Hoy Pocitos y Rivera. Pocitos estaba situado en un médano alto al poniente de la ciudad.

[4]  Hechos trascendentales se dan con mucha rapidez y casi a un mismo tiempo, lo que generó la percepción francesa de que se había tendido una celada por parte de los mexicanos. Aparentemente, cuando Santa Anna ordenó cerrar las puertas de la ciudad, ya se encontraba dentro de esta el príncipe francés. La maniobra fue interpretada por los galos como un intento del general xalapeño para capturar al príncipe, cuando en realidad aquél ignoraba toda presencia de este en la ciudad.

[5] El día 3 de diciembre arribaron a Veracruz las bombarderas Volcan y L'Eclair. La combinación de vientos contrarios y calma les impidió llegar a tiempo para participar en el bombardeo a Ulúa. ( Blanchard, P.).

[6]  La otra historia de México. Catón.

[7]  No he encontrado evidencia documental que respalde lo dicho por los franceses en sus textos, máxime que las fuerzas mexicanas más próximas se encontraban ese día en Santa Fe. Una posible explicación sobre la supuesta entrada a la ciudad de tropas de refuerzo podría estar en una confusión del conde de Goudon, quien a la distancia observó la salida (no la entrada), de algunas tropas de Veracruz Al respecto, Santa Anna escribió que “Los cuerpos de guardia nacional regresaron a sus pueblos disgustados por la capitulación de la plaza. (López de Santa Anna, A. Op. Cit.). También el capitán Giménez describió algo semejante al salir rumbo a Xalapa, el día 4 de diciembre por la mañana: “Como los caminos estaban llenos, de desertores de la plaza, iba armado y llevaba sobre los hombros mis divisas de Capitán”. (Giménez, M. Op. Cit.). Otra posibilidad sería que el arribo de Santa Anna hubiera desatado los rumores de la llegada de nuevas tropas a la ciudad, no siendo así en realidad. Estos rumores fueron tomados a pie juntilla y esparcido por los mismos ciudadanos franceses, generando con ello el temor y la posterior petición de ser llevados a San Juan de Ulúa. Para respaldar esta última hipótesis, está el texto del príncipe de Joinville, quien narró lo siguiente: “En la casa de nuestro cónsul en Veracruz, mi auxiliar de campo había inventado un código de señales con camisetas coloridas, para el caso de una emergencia. [El día 4 de diciembre] nos enteramos por este medio que ciudadanos franceses estaban en gran peligro. Inmediatamente enviamos nuestros botes al muelle, el cual estaba atestado de hombres, mujeres y niños, los cuales recibimos y llevamos a la fortaleza. Al mismo tiempo, nuestro cónsul nos informaba que Santa Anna [...], había recién arribado con tropas...” (Joinville, F. Op. Cit.).

[8] Estaba compuesta por 740 infantes y 131 dragones. (Rincón, M. Op. Cit.). Mientras que Arista afirmó que eran mil entre infantes y dragones (Arista, M. Op. Cit.)

[9] El general Arista da una versión muy diferente de estos hechos citados por Santa Anna. Por su interés, vale la pena reproducir lo que escribió a este respecto: “[…] y llegamos a Veracruz a las nueve de la noche. Me dirigí a la casa de los Señores Serranos (sic), donde estaba alojado el Sr. General Santa-Anna, lo vi y nos dimos el más estrecho abrazo, sellando así nuestra reconciliación. Me preguntó enseguida el Sr. Santa-Anna, si había recibido un oficio que me remitió con un dragón; le contesté que no, y entonces repuso que ya que había ido, no era necesario que recibiera aquella orden, que se reducía a prevenirme hiciera marchar la sección al amanecer al campo de los Pocitos para obrar según conviniera; que después que habláramos aquella noche, combináramos las operaciones y descansara, marcharía al amanecer a Santa Fe, y conduciría mi sección según me había indicado; pues hasta el día siguiente no se esperaba novedad. […] Así se expresó el señor Santa-Anna, y me repitió que temprano saliera y condujera mi sección al campo de los Pocitos para obrar activamente en el momento que fuera necesario. En todo esto y en combinar las operaciones del día siguiente, nuestra conversación se alargó hasta las dos de la mañana; se me dispuso una cama en la sala de la casa mencionada, y a las tres estaríamos durmiendo”.

Fuentes:

  •     Anna, A. L. (1905). Mi historia militar y política. 1810-1874. Memorias inéditas. México: Librería de la Vda. de Ch. Bouret.
  •     Arista, M. (27 de Abril de 1840). Manifiesto que hace a sus conciudadanos el general Mariano Arista. Diario de Gobierno de la República Mexicana, pág. 1. 
  •      Baudin, C. (1838). Expedition du Mexique - Rapport de M. L'amiral Baudin à M. Le ministre de la marine, du 9 de décembre 1838. 
  •     Blanchard, P. (1839). San Juan de Ulúa o l'expedition francaise au Mexique. Paris: Chez guide, Editeur. 
  •     Bravo, J. B. (Abril-junio de 1953). El conflicto con Francia de 1829 - 1839. Historia mexicana II, 477-502. 
  •       Bulnes, F. (1904). Las grandes meniras de nuestra historia. México: Librería de la viuda de CH. Bouret.
  •      Bustamante, C. M. (1842). El gabinete mexicano durante el Segundo Periodo  del Exmo. Señor Presidente D. Anastasio Bustamante. México: Imprenta de José M. Lara. 
  •    Cambas, M. R. (1871). Historia antigua y moderna de Jalapa y de las r evoluciones del Estado de Veracruz. México: Imprenta de Ignacio Cumplido. 
  •     Cuevas, L. G. (1839). Exposición sobre las diferencias con Francia. México: Imprenta de Ignacio Cumplido. 
  •     Gimenez, M. M. (1911). Memorias del coronel Manuel Gimenez. Ayudante de campo del general Santa Anna. México: Librería de la Vda. de Ch. Bouret. 
  •       Graviere, J. . (1888). L'amiral Baudin. Paris: Librairie Plon. 
  •     Joinville, F.-F.-P.-L.-M. d. (1895). Memoirs (Vieux Souvenirs) of the Prince de Joinville. London: William Heinemann. 
  •       Paz, I. (1895). Leyendas históricas. Su Alteza Serenísima. México: Imprenta de Irineo Paz.
  •    Reyes, A. d. (1927). La primera guerra entre México y Francia. México: Secretaría de Relaciones Exteriores. 
  •      Rincón, M. (1839). Manifiesto del general Manuel Rincón sobre Ulúa y Veracruz. México: Imprenta de Ignacio Cumplido.
  •    Rivera Cambas, M. (1871). Historia antigua y moderna de Jalapa y de las revoluciones del Estado de Veracruz. México: Imprenta de Ignacio Cumplido.

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