lunes, 11 de abril de 2022

El ataque filibustero-corsario a Veracruz de mayo de 1683 (*). Parte VII

 



(*) Este texto es parte de un trabajo que originalmente fue expuesto por el autor en la charla ¡Filibusteros, al ataque! Llevada a cabo en la librería "Mar Adentro" del puerto de Veracruz el 17 de mayo de 2018.

Luis Villanueva

Ciudad y puerto de la Nueva Veracruz

Viernes 21 de mayo

En la ciudad

Los filibusteros, muy galantes, hacían recorridos por la ciudad en coche o a caballo, vistiendo tres o cuatro camisas y otro tantos colchoncillos de seda en las sentaderas y llevando en las ancas a las mulatas, quienes festivas, lucían los vestidos de las señoras. Poco les duraría el gusto, pues en la isla de Sacrificios, días más tarde, las dejarían desnudas.[1]

Ciudad y puerto de la Nueva Veracruz

Viernes 21 de mayo

En la parroquia

    Este día llegó con la noticia de que murieron algunas mujeres en la parroquia y otras malparieron en el insalubre sitio. El cansancio, las incipientes enfermedades, el hambre y la sed, aunado a los contantes golpes y abusos, empezaban a pasar su factura entre la población. En algún momento, un vecino llamado Molfa trabó conversación con algunos filibusteros ingleses, pues conocía esa lengua: -Bien se conoce en el mal cuartel que nos dan que la más gente que viene es francesa. Que si fueran ingleses, nos guardan los fueros de la guerra.- No bien había terminado la frase cuando un galo, que también conocía el idioma, le dio un fuerte golpe, haciéndolo caer de espaldas. De inmediato el agresor le apuntó con su carabina buscando liquidarlo, pero la oportuna intervención de la gente y de algunos filibusteros impidió que este hecho terminara trágicamente.
*****
    Desde temprano, una partida de filibusteros ordenó a los vecinos ricos salir a palacio. Allí permanecieron varias horas, lo que llevó a que los piratas se olvidaran de llevar agua y bizcochos a la gente en la iglesia, por lo que suplicaron al almirante Lorencillo diera la orden de que les llevaran algo. A eso de las dos de la tarde, finalmente les llevaron algunas botijas de agua y tres petates con bizcochos junto con la consabida ración de palos, cintarazos, injurias y amenazas.

Ciudad y puerto de la Nueva Veracruz

Viernes 21 de mayo

En las casas reales

Van Hoorn y Lorencillo no cejaban en su empeño de obtener más dinero. Para ello, desde temprano mandaron a buscar a los más ricos para acordar un rescate por la gente y la ciudad. Las negociaciones no fueron fáciles, incluso se tornaron ríspidas cuando los captores llegaron al punto de exigir doscientos mil pesos. Entonces, entre altercados y amenazas de degüello de parte de Van Hoorn, el capitán Zazueta, parándose violentamente de la mesa, le espetó, retándolo: -¡Pues toca de degüellar!- Los dos hombres se miraron por unos instantes como dos felinos a punto de pelear, situación que seguramente se hubiera dado de no haber sido por la intromisión de sus correspondientes grupos, que finalmente sosegaron los caldeados ánimos. Viendo la situación y que nada de provecho se obtendría, Lauren de Graff prefirió sacar al capitán del lugar.[2] La reunión finalizó a eso de las 11 de la mañana sin que se llegara al acuerdo sobre un rescate de doscientos mil pesos. Los jefes filibusteros, después de constantes amenazas y altercados dijeron que, haciendo uso de su liberalidad y clemencia, se conformarían con esa cantidad.[3] 
    El día transcurrió con las mismas fatalidades y penalidades de los días anteriores. Solo en la noche se dio la novedad de que sacaron de la iglesia a todos los negros y mulatos, hombres y mujeres, corriendo el rumor de que los llevarían a la isla de Sacrificios.

Ciudad y puerto de la Nueva Veracruz

Sábado 22 de mayo

En las casas reales

    Desde temprana hora, el par de líderes filibusteros se volvieron a reunir con los ricos para presionar con el asunto del rescate. Este nuevo encuentro tampoco estuvo libre de amenazas y de los estira y encoge, pero finalmente se pudo llegar a un acuerdo. Lorencillo, leyó entonces, con voz solemne, el punto primordial del documento donde había quedado plasmado el arreglo: -Quedaremos conformes con un rescate de ciento cincuenta mil pesos, que deberán ser entregados antes de diez días. Como garantía del pago, quedarán como rehenes las personas más distinguidas de la ciudad.-[4] Dicho esto, tomó la pluma y tras entintarla, plasmó su firma; enseguida pasó el papel a Van Hoorn para que hiciera lo mismo. Luego el acuerdo fue pasado a cada uno de los vecinos, que también fueron poniendo sus firmas. Eran entonces las diez de la mañana.
    En esas estaban cuando de pronto, un fuerte alboroto empezó a oírse en la plaza y en sus alrededores. Las órdenes a gritos en francés, inglés y español, se entremezclaron con los sonidos de gente corriendo, los relinchos de los caballos y uno que otro disparo. Lorencillo y Van Hoorn rápidamente se asomaron a una de las ventanas de la planta alta de las casas reales, justo para ver el momento en que era disparado el cañón de alarma. En eso, un filibustero entró al recinto y sin mediar más, se dirigió a sus dos jefes: -General…Almirante…En los médanos apareció mucha gente a caballo con lanzas y garrochas.-[5] Jadeante, tomó una bocanada de aire. Gruesas gotas de sudor escurrían por su sucia frente, las manos apoyadas en las rodillas. -Son negros y mulatos. Un grupo de ellos llegó hasta las orillas de la ciudad y mató como a veinte de nosotros.- Van Hoorn y Lorencillo se miraron por un instante temiendo un ataque a gran escala y sin medir palabra, salieron corriendo de la sala no sin antes ordenar que fueran sacados de la iglesia, con excepción de los curas y las mujeres blancas.

Ciudad y puerto de la Nueva Veracruz

Sábado 22 de mayo

En la parroquia

La gente, al escuchar el escándalo y el cañonazo, se asustó pensando que había llegado su fin. Sobre todo, cuando empezaron a sacar abruptamente de la iglesia a los hombres entre amenazas y golpes, dejando allí a los mal heridos y enfermos. De estos últimos, algunos fueron asesinados por no salir de prisa, pues los filibusteros suponían que estaban reacios a abandonar el lugar. 
    Era deprimente ver la larga fila de hombres caminando con dificultad bajo los inclementes rayos del sol después de haber estado varios días apretujados, casi sin descansar, hambreados, sedientos y bajo constante estrés. Las personas tenían la mirada vidriosa, desconcertada, acaso temerosa y con la ropa sucia y desgarrada, si acaso algo conservaban. En su pesado andar llevaban a rastras su hambre y sed mientras eran azotados, vituperados, humillados y obligados a cargar con costales de harina, pólvora, semillas y zurrones de grana que necesitaban de cuatro personas para poder, con trabajo, ser transportados. El sargento Juan Chávez, tuvo que soportar las mismas penurias que el resto de la población, con el agregado de la herida en su brazo por aquél par de escopetazos que le dieron los filibusteros el martes pasado. Viendo que le sería imposible cargar, se acercó a uno de los cabos: -Señor, sigo malo y herido. Le ruego me permita regresar.- El filibustero lo vio por un momento y con una seña le permitió que se retirara. Chávez ya no regresó a la iglesia, sino que fue directo a su domicilio.[6]

Los eclesiásticos quedaron en la iglesia albergando la esperanza de haber sido liberados de los maltratos de sus captores, pues cuando toda la gente había sido sacada, llegó un filibustero a darles el buen viaje, mismo que ellos interpretaron como una despedida. ¡Qué equivocados estaban y que poco les duró el gusto!, pues enseguida entró un grupo de filibusteros a caballo comandado por el general Van Hoorn, seguido por gente de a pie que empezó a echar a los sacerdotes a palos. Solo a las mujeres blancas, a quienes desnudaron, dejaron finalmente en libertad.[7]

*****

Hicieron caminar a los sacerdotes en hilera. En su andar, vieron la calles y casas destruidas, todo asqueroso y hediondo. Todo arruinado. Atrás de ellos, marchaban todas las negras y mulatas, tanto libres como esclavas. Al llegar a la esquina donde se encontraba la casa del capitán Martín Ramón de Nogales, los alcanzó Van Hoorn a caballo con su alfanje en la mano, ordenando a los suyos que detuvieran la marcha de los aproximadamente 90 sacerdotes. Por un instante, más de uno pensó que allí los iban a matar, pero solo fue para que pudieran pasar las mujeres que venían detrás. 

Al llegar a la playa, les ordenaron vestirse con sus hábitos para que desde el castillo los identificaran y no los cañonearan y para que desde tierra no les embistiesen. Así continuaron hasta llegar, hacia el mediodía, apaleados y rendidos de cansancio, a los Hornos, lugar situado a orilla de la playa y a media legua de la ciudad. En ese momento los filibusteros embarcaban al gobernador Bartolomé de Córdova, a los ricos, al vicario Álvarez de Toledo, al rector del colegio de la Compañía de Jesús, al padre guardián del convento de San Francisco y al padre prior del de Santo Domingo. También fueron llegando a aquel sitio grupos de hombres con sus pesadas cargas, de los cuales murieron una decena durante la marcha, exhaustos por el esfuerzo y los golpes, como le sucedió a don Pedro de Estrada, que lo ahogó la fatiga de cargar un costal de harina[8]. A los clérigos les quitaron la poca ropa que llevaban puesta, pañuelos, las medallas de los rosarios, la tumbaga y los anillos. Aquí sucedió que el mulato que había abierto el sagrario de la parroquia de un carabinazo se encontró con don Juan Sánchez de Orejón, con quien tenía rencillas. Al verlo, exclamó: -¡Aquí estás, perro chambergo[9]Y sin decir más, le soltó un balazo a bocajarro, matándolo instantáneamente. Lorencillo, que se encontraba cerca, se aproximó para preguntar qué había pasado. Algunos de los cautivos le explicaron y entonces el Almirante, acercándose al mulato, le inquirió: -¿Por qué lo mataste?– El negro, altanero, respondió sin más: -Porque éramos enemigos.- Lorenzo de Jácome lo miró fijamente a los ojos, acción que el asesino no pudo sostener. -¿Y por eso lo has matado a sangre fría?- Gritó. -¡Pues entonces tú también morirás, perro!- El estampido de su carabina resonó en el lugar hasta que poco a poco se diluyó en el atardecer. Las olas del mar cubrieron ambos cuerpos con su espuma, como si de un sudario se tratara.[10] [11] [12]

*****

   En los Hornos, la población fue poco a poco embarcada a la isla de Sacrificios, siendo necesarios continuos viajes en barcos, piraguas y lanchas para llevarlos a todos hasta las cinco de la tarde, hora en que finalizó el éxodo.


[1] Juan Ávila, “Pillage de la ville de Veracruz par les pirates le 18 Mai 1683 (Expedición de Lorencillo), en Amoxcalli (sitio web), consultado el 1 de septiembre de 2018, http://amoxcalli.org.mx/paleografia.php?id=266,, f. 6

[2] Ávila, op. cit., ibídem

[3] Francisco Javier Alegre, Historia de la Compañía de Jesús en Nueva España, J. M. Lara, México, 1842, p. 38

[4] Alegre, op. cit., ibídem

[5] Ávila, op. cit., ibídem

[6] Uluapa Senior, “Combate en la plaza de Armas de la Nueva Veracruz”, Veracruz Antiguo, https://aguapasada.wordpress.com/2013/05/18/1683-combate-en-la-plaza-de-armas-de-la-nueva-veracruz/ (consultado el 25 de enero de 2022)

[7] Agustín de Vertancurt, Crónica de la provincia del Santo Evangelio de México. Tomo III, Imprenta de I. Escalante, 1871, p. 244

[8] Diego de Rivera, “Relación verdadera de la entrada que hizo el enemigo a la ciudad y puerto de la Nueva Veracruz con lo sucedido en un aviso que entró en ella en abril de este año de 1683. Escrito por el bachiller D. Diego de Rivera presbítero”, en Papeles varios del reinado de Felipe IV. Tomo II, p. 237

[9] La palabra chambergo se refiere a un tipo de sombrero que llevaban ciertos cuerpos militares del s. XVII, con ala ancha, una cintilla que rodeaba  la copa y colgaba por detrás y frecuentemente adornos de pluma, como los sombreros de los conocidos mosqueteros. También la forma femenina chamberga se refería al tipo de casaca o levita que gastaban. Esta forma castellana procede del nombre que se daba a un regimiento, regimiento de la Chamberga, de soldados que usaban estas prendas.

[10] Francisco Javier Alegre, Historia de la Compañía de Jesús en Nueva España, J. M. Lara, México, 1842, p.38

[11] Ávila, op. cit., f. 6v

[12] Agustín de Vertancurt, Crónica de la provincia del Santo Evangelio de México. Tomo III, Imprenta de I. Escalante, 1871, p. 244

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