sábado, 31 de diciembre de 2022

La guerra de los Pasteles - Entrega No. 7 y final - La defensa mexicana, la cargada de Santa Anna y la pérdida de su pierna



Por: Luis Villanueva
“¡Mejicanos compatriotas nuestros! Os damos sinceramente plausibles parabienes por la heroica defensa de Veracruz; y al mismo tiempo doloridos pésames por el sacrificio del más ilustre de nuestros caudillos. El invicto, el siempre glorioso, el inmortal vencedor de Tampico, acaso a esta hora ya no existe. ¡¡¡UNIÓN!!! ¡¡¡VOLEMOS AL COMBATE!!! ¡¡¡VOLEMOS A VENGAR SU SANGRE!!! ¡¡¡VOLEMOS A ESCARMENTAR A LAS NACIÓN MÁS PERFIDA DE CUANTAS HABITAN LA TIERRA!!! ¡¡¡UNION!!! ¡¡¡UNIÓN!!! ¡¡¡VIVA LA PATRIA!!! ¡¡¡VIVA LA LIBERTAD!!! ¡¡¡INDEPENDENCIA O MUERTE!!!”

Texto agregado en el parte de Santa Anna al Ministerio de Guerra y Marina.

5 de diciembre de 1838

Miércoles 5 de diciembre de 1838, el ataque francés al puerto de Veracruz. La defensa mexicana, la cargada de Antonio López de Santa Anna y la pérdida de su pierna por un cañonazo

    Tras salir de la casa de Serrano, el general Santa Anna, acompañado del alférez José Ma. Pérez y de un piquete de soldados, se movió lo más rápido posible primero por la calle de Nava y luego hacia el sur por las calles de la Caleta, San Agustín, Principal, Parroquia, Santo Domingo y Merced[1] [2] (Cambas, 1871, pág. 396). Su idea era llegar hasta la puerta Merced y dirigirse a los Cuarteles; pero la espesa neblina, aunada a la aún muy tenue luz del amanecer, hacía difícil el correr por esas húmedas y resbaladizas calles, en donde también abundaban los baches y chinos[3] sueltos.

    Al pasar por la plaza de armas, vieron que el palacio municipal ya había sido ocupado por los franceses; sin embargo, siguieron de largo sin ser vistos debido a la niebla (Cambas, 1871).
Defensa de la plaza de Veracruz por el General Santa-Anna contra los franceses, donde salió herido día 5 de Diciembre de 1838. Grabado. Fuente: The University of Texas at Austin. Collections. University of Texas Libraries

    En su carrera tropezaron de frente con los remanentes del batallón Acayucan, que había estado resguardando el baluarte de Santiago hasta que fue sorpresivamente atacado y desalojado por la columna francesa de la izquierda. Atrás de ellos, acosándolos, podían observarse las siluetas de algunos zapadores de marina franceses que les gritaban improperios en su idioma. De vez en vez, un flamazo amarillento rojizo surgía entre la niebla, provocando que el general, su alférez y los soldados que le acompañaban, tuvieran que echarse al húmedo y frío suelo cuando sonaba el estampido. Los gritos en francés y español eran constantes, mezclándose con el fuego de fusilería que se hacía más fuerte conforme se acercaban a la puerta Merced (Editorial, 1870).
    Cuando llegaron al atrio de la iglesia de la Merced, Santa Anna vio como los franceses, parapetados en los alrededores de la batería de San Fernando y en los quicios de las puertas de las casas vecinas, intercambiaban disparos de fusilería con los soldados de los batallones Landero y Toluca. Estos se encontraban apostados en balcones y ventanas de los Cuarteles de Landero que miraban hacia ese lado (Editorial, 1870).
- ¡Por aquí, señor! - Susurró Pérez señalando la 3ª calle de la Merced[4], que desembocaba perpendicularmente a donde se encontraban. – ¡Evitaremos a los franceses si llegamos a los cuarteles por el callejón que está al fondo!
    Santa Anna asintió y siguiendo al alférez se encaminaron junto con el piquete hacia el callejón de la Merced[5], situado en la parte posterior del convento e iglesia del mismo nombre. Al llegar a la callejuela, Santa Anna recorrió el corto camino hasta el otro extremo, en donde observó entre la niebla cómo unas piezas de artillería situadas frente a los cuarteles eran rápidamente jaladas para ser introducidas en el edificio. Entonces, las puertas abiertas le dieron la inesperada oportunidad de ingresar al cuartel.
- ¡Es el momento! – Gritó Santa Anna mientras pegaba una rápida y corta carrera hacia la puerta. Pérez y los soldados, entendiendo la oportunidad, salieron detrás de él sin pensarlo. El general llegó hasta donde se encontraban las barricadas levantadas con sacos de arena apilados y brincándolos con agilidad, se introdujo al cuartel. Los soldados detrás de los sacos, sorprendidos por la inesperada llegada del general, le franquearon el paso a él y a sus acompañantes para enseguida cerrar las pesadas puertas. Afuera, el sonido de la fusilería por momentos se intensificaba.
*****
    Después de estar desmayado por un rato, el capitán Manuel María Giménez despertó en un catre en el patio de la casa de los señores De Wilde y Compañía, que vivían en la esquina frente a la casa de Serrano y en cuyo patio los franceses habían establecido un hospital. El capitán había sido llevado por cuatro camilleros franceses, acompañados por el Vicealmirante Le Roy y varios oficiales. Le Roy ordenó que Giménez fuera curado y asistido como si de él se tratara, pues era el ayudante del General Santa Anna y el oficial había garantizado “con su cabeza” el día anterior, que no se daría ningún maltratamiento a los franceses que habitaban en la ciudad.
    Debido a sus heridas en cráneo y ambos brazos, Giménez tenía la cabeza casi completamente vendada y las dos extremidades fuertemente fijadas al pecho con más vendajes para evitar que las heridas en ellas se reabrieran. Agradecido, quiso pagar con las monedas de oro que llevaba el servicio que le había realizado el cirujano francés. Este, cortésmente, rechazó el obsequio (Gimenez, 1911).
    Ya repuesto para poder caminar, Giménez fue llevado junto con un centenar prisioneros, entre los que se encontraban el general Arista y el ayudante de este, el coronel Irrutia, hasta el muelle, en donde iban a ser embarcados a San Juan de Ulúa. Sin embargo, Le Roy volvió a interceder por el capitán ante el almirante Charles Baudin que allí se encontraba, para que fuera liberado en atención al mal estado físico en que se encontraba.
Où habitez-vous, capitaine?[6] Inquirió Baudin, mirándole con cierto aire de respeto.
    Giménez observó las casas situadas frente a la plaza de la aduana que sobresalían sobre la puerta del mar, visibles desde el extremo del muelle donde se encontraban. En seguida identificó la de un viejo amigo de su juventud, Ángel Gerardo Lascuráin, con quien seguro recibiría auxilio y refugio.
Dans cette maison est l'endroit où je vis.[7]Respondió indicando la casa.
    Baudin ordenó a un oficial a que lo acompañara hasta ese sitio y sin mediar palabra más, se dirigió al grupo donde se encontraba prisionero el general Mariano Arista.
What is your name and grade, sir? – Inquirió Baudin a Arista. El general, mirando al galo, a los ojos, le respondió en el mismo idioma. Enterado el francés de quién se trataba, comentó con lentitud, como sopesando las palabras:
I regret the misfortune to you, general. Are hazards of war[8]. – Miró entonces hacia los buques de guerra desdibujados por la neblina. But you’ll have nothing to complain about the treatment you receive from the French. En seguida mandó que fueran embarcados él y los otros oficiales capturados al bergantín Cuirasier. En el reloj eran las seis de la mañana.
*****
    El príncipe de Joinville aún se encontraba rumeando el escape de Santa Anna de la casa de Serrano. Sin embargo, la imagen de dos mujeres víctimas del fuego de fusilería, los soldados mexicanos muertos en los pasillos y la sangre que parecía llenar toda la casa, le hicieron olvidarse del general mexicano, pues se sintió enfermo. Rápidamente encaminó sus pasos hacia la calle, donde se encontró con el capitán Lainé, jefe de la columna de la derecha, que venía de haber cumplido con su misión de capturar y desarmar los baluartes de la Concepción, de San Juan y de San Mateo.
-Su Alteza.– Lainé se limpió el sudor con la manga de su uniforme. Jadeaba. –¡El capitán Parseval necesita apoyo, pues su columna está bajo nutrido fuego! ¡Debemos ir a auxiliarlo!
-¿Sabe si Santa Anna está allí?– Inquirió Joinville.
Lainé se extrañó de la pregunta. –No lo sé, S.A. Pero hay que avanzar con el ojo bien puesto en iglesias y torres, pues me han informado que hay artillería montada en esos sitios (Joinville, 1895). Yo iré por esta calle.– Dijo señalando la calle de las Damas[9]. –Usted, Su Excelencia, avance siguiendo la muralla. Abriremos dos frentes más.
    El príncipe ya no comentó nada. Dejó una guardia en la casa de Serrano y ordenó al resto de sus fuerzas moverse con paso veloz siguiendo el perímetro interior de la muralla. Conforma avanzaba, el príncipe observaba las rectas callejuelas, a las cuales no les podía ver el fondo debido a la persistente neblina. Las calles pavimentadas con piedra redonda de río se volvían resbaladizas a su paso debido a la humedad de la mañana. “Esta ciudad hiede”, pensó cuando sin querer metió el pie en una de las tantas acequias llenas de inmundicias que corrían por las calles a modo de desagüe. A su derecha, el sucio muro con aspilleras dejaba ver el amarillento campo abierto hasta una corta distancia, pues lo cerrado de la neblina y la oscuridad ocultaban una visión más profunda. Así, la columna del príncipe corrió en una auténtica carrera de obstáculos, pues tropezaban y resbalaban constantemente. Al llegar a la puerta Nueva, Joinville vio que esta se encontraba sin vigilancia y completamente abierta. Rápidamente mandó a cuatro centinelas a que se apostaran en ella y continuó su avance. Al fondo pudo observar una edificación de dos pisos con una cúpula que sobresalía de ella. Estaba en las cercanías de los hospitales de Loreto, el militar de San Carlos y del baluarte Santa Gertrudis. De pronto, varios fogonazos y estampidos de fusilería se dejaron ver y escuchar, al tiempo que algunos de sus hombres caían en la empedrada calle heridos o muertos. El príncipe y los marinos de su columna, desconcertados por lo sorpresivo del ataque, se parapetaron con rapidez en donde pudieron y se prepararon para repeler el embate.
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    Una vez dentro de los cuarteles, Santa Anna escuchó el maremágnum de órdenes, gritos y el lamento de los heridos que eran bajados de las cuadras[10]. El general, tomando rápidamente el mando, empezó a organizar la defensa, para lo cual aprovechó los sacos de arena que a modo de barricadas estaban colocados en puertas y ventanas, distribuyendo en ellas a todos los soldados que puedo reunir (Cambas, 1871). Cuando fue informado que el Escuadrón Activo de Veracruz había salido de la plaza, mandó al alférez Pérez a buscar al coronel Casas, que mandaba a la caballería, para que esta entrara a la ciudad y cargara en las calles a la fuerza francesa. Pérez encontró a Casas, quien a su vez se ocupó en reunir a la caballería, pues se encontraba dispersa y en labores de observación cerca de las puertas Nueva y de México. Mientras esto ocurría, Santa Anna salió por la parte posterior del cuartel Hidalgo, bajando al campo abierto con el auxilio de una escalera de mano y se dirigió al Matadero, el cual estaba situado muy cerca del baluarte Santa Bárbara y de los cuarteles por el lado de extramuros. Allí esperaba organizar a la fuerza volante de Arista, que se suponía estaría ya en Pocitos[11] (Editorial, 1870) (Bravo, 1953), (Reyes, 1927).
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    La columna encabezada por Joinville encontró que la defensa montada en el baluarte de Santa Gertrudis, situado frente al hospital militar de San Carlos, era fuerte. Aunque respondían con todo, las fuerzas mexicanas en el baluarte le infringían bajas y retardaba su avance.
–¡Su Alteza…!– El segundo al mando señaló hacia Santa Gertrudis. –¡…Debemos aprovechar la ventaja numérica! ¡Ordene que cubran el avance de mi grupo, vamos a desalojar ese baluarte!
Joinville asintió –¡Cubran el avance!– Gritó. –¡Seleccionen sus blancos!
    El grupo de marinos avanzó hacia el baluarte haciendo una cargada a bayoneta, la cual permitió que el fuerte fuera rápidamente desalojado y tomado, pues la guardia mexicana allí situada, ante el ataque, tuvo que refugiarse en el interior del hospital militar de San Carlos. En seguida, el resto de los marinos de Joinville se movilizó haciendo fuego a los balcones y techos del hospital de Loreto, situado a espaldas del militar, para enseguida introducirse en este último. Adentro, un nuevo combate se desarrolló en los pabellones de la planta baja que estaban repletos de enfermos de fiebre amarilla; los cuales, algunos de pie y otros de rodillas sobre las camas y apenas cubiertos con mantas rojas, gritaban “¡Misericordia!” entre los intercambios de fuego y los combates cuerpo a cuerpo (Joinville, 1895). Algunos de estos enfermos perecieron en medio del fuego cruzado (Cambas, 1871).
    La columna de marinos franceses, que habían entrado al hospital militar por la 2ª calle de Cruz Verde, salieron por la 3ª de Loreto para doblar en la plazuela del mismo nombre hacia la 2ª de Loreto y de allí, bajar por la 1ª de Mesón del Buzo hasta desembocar en la calle de las Damas[12]
    Al llegar los franceses a esta última calle, fueron recibidos por una andanada de disparos que los hizo retroceder momentáneamente. Al asomarse en la esquina, la imagen que tuvo el príncipe entre la neblina aún presente fue la de un enorme y macizo edificio de color gris al final de la calle, desde cuyas muchas ventas se hacía constante fuego. Era el cuartel Hidalgo[13] contiguo al de Landero. Desde aquél, los estampidos eran tan continuos que parecían emanados de alguna fiesta con fuegos artificiales. La fuerte estructura estaba tan bien guarecida, que Joinville comprendió el cómo la fuerza mexicana allí apostada, había podido detener a la columna de la izquierda de Parseval y estaba a punto de contener también la embestida de la columna de la derecha de Lainé, que para esa hora se había unido al primero iniciando un nuevo ataque desde la calle de la Merced.
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    El alférez Pérez sudaba copiosamente cuando ingresó de nuevo a la ciudad en busca de Santa Anna. Venía de los campos después de haber cumplido la encomienda del general. El frescor de la mañana no había impedido que transpirara debido al esfuerzo de correr del interior al exterior de la ciudad y nuevamente de vuelta. Jadeaba cuando llegó a los cuarteles. Sin embargo, no pudo ingresar por encontrarse la puerta cerrada. En eso, un intenso fuego de fusilería proveniente de la calle de las Damas, así como la pronta respuesta de las armas mexicanas desde las ventanas de los cuarteles, lo hizo desistir. Viendo el alférez que no iba a poder ingresar, regresó sobre sus pasos hasta llegar a la Puerta Nueva, la cual atravesó aprovechando la neblina y que la guardia francesa allí situada estaba distraída y no abrió fuego. Durante su carrera fue informado que el general Santa Anna se encontraba en el Matadero y allá se le fue a incorporar. Inmediatamente Santa Anna le ordenó que regresara a la ciudad con órdenes para un oficial que se encontraba en los cuarteles. Pérez, se desplazó primero hasta los alrededores de la Puerta Nueva y queriendo burlar nuevamente a los francese, intentó entrar en una rápida carrera, pero esta vez la guardia estaba atenta y abriendo fuego, logró herirlo.
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    La columna del príncipe de Joinville trató de avanzar y atacar a los cuarteles desde la misma calle de las Damas; pero el constante y certero fuego desde el edificio militar le impidieron cumplir su objetivo. Viendo lo complicado de la situación, Joinville ordenó a algunos de sus hombres subir a los techos de las casas cercanas y que desde allí hacer fuego sobre las defensas mexicanas. Así, un piquete de marinos se desplazó por las calles aledañas y se introdujo en una casa de la calle de la Merced, de donde intentaron realizar disparos desde el techo. Igualmente, otro piquete subió a la cúpula del convento de la Merced para hacer lo mismo. No obstante, ambos grupos fueron obligados a abandonar precipitadamente sus posiciones cuando los disparos de los fusiles mexicanos se concentraron en ellos (Editorial, 1870), (Joinville, 1895).
    El príncipe de Joinville, viendo que sus ataques no producían los resultados esperados, observó que la gran puerta de entrada del cuartel Hidalgo miraba directamente a la calle de las Damas, por lo que hizo colocar un pequeño obús de montaña que traía con ellos para cañonearla hasta volarla. El primer disparo por un momento calló los disparos desde los cuarteles; mientras que el obús, haciendo un ligero movimiento parabólico, impactaba en la gruesa madera de la puerta, haciéndola crujir al momento de estallar. El humo de la explosión, combinado con la neblina, impidió ver el resultado del impacto, por lo que los franceses, creyéndola derribada, iniciaron una cargada. ¡Crassus errare! La puerta se mantuvo firme y sólo mostraba en su faz la cicatriz donde había impactado el proyectil (Baudin, 1838), (Joinville, 1895).
    Francisco de Orleans y sus marinos fueron entonces bañados por una redoblada descarga de fusiles y metralla desde el cuartel Hidalgo, que los obligó a ocultarse nuevamente en las bocacalles aledañas: La cabeza de su columna había sido desecha, dejando sobre la calle de las Damas una numerosa cantidad de marinos, artilleros y oficiales heridos o muertos (Baudin, 1838), (Joinville, 1895). Viendo el resultado de su acción, Joinville, desesperado mandó a sus hombres a levantar una barricada a mitad de la calle. Para ello, abrieron a hachazos la puerta de una tienda y sacaron el mostrador, sacos y otros enceres para poder construirla. Su intención era montar en la barricada una batería de cañones para hacer caer la puerta antes de iniciar una nueva cargada (Editorial, 1870), (Joinville, 1895). En eso se encontraba cuando llegó el capitán Lainé para ponerse a sus órdenes, quien al ser enterado por Joinville de lo ocurrido y de sus planes, mandó inmediatamente a un oficial para poner al tanto al almirante Baudin.
    Baudin, al enterarse de lo que estaba pasando, ordenó bajar del baluarte San Javier una pieza de a 6 mexicana, la cual era la única que no había sido puesta fuera de servicio por los franceses y tras hacerla montar en un carro, la llevó junto con otro grupo de zapadores hasta donde se encontraba Joinville. Tras colocarla en la barricada, el almirante hizo disparar tres veces el cañón sin poder derribar la puerta, por lo que concluyó que se encontraba reforzada por dentro con costales de arena (Baudin, 1838).
    Un poco antes de las diez de mañana y tras ver los resultados, todos los oficiales se reunieron en consejo con Baudin y deliberaron por un momento. Así, llegaron a la conclusión que la posición de los cuarteles era fuerte, y que para poder tomarla era necesario someterla a sitio desde las murallas, las cuales Baudin no tenía planeado ocupar. Además, estaba la situación de los prisioneros, a los cuales tampoco quería tener y menos podría alimentar. El almirante finalmente consideró que el objetivo de desarmar la ciudad había sido alcanzado[14] y que era un riesgo tener a la mitad de sus fuerzas en tierra, pues cualquier ligero cambio en el clima, como amenazaba pasar, podría evitar el reembarque de estas. Tras meditar en todo esto, Charles Baudin ordenó el reembarque por medio de un cañonazo desde la nave capitana, la Nereida, haciendo ondear una bandera blanca como petición de parlamento, para proteger la retirada de sus tropas. El general Santa Anna, enterado de esta petición, lejos de concederla, ordenó que se siguiera haciendo fuego como represalia por haber faltado los franceses al parlamento abierto por él la tarde anterior. (Baudin, 1838), (Bravo, 1953) (Joinville, 1895) (Gimenez, 1911), (Viva la Independencia, 1838).
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    Las tres columnas se reunieron cerca de la iglesia de la Merced, de donde empezaron a marchar con dirección al muelle. Avanzaron por las calles 1ª y 2ª de la Merced, ambas calles de Santo Domingo y las dos de la Parroquia, hasta alcanzar la plaza de armas, que atravesaron para llegar a la calle del Pescado, concentrarse en la plaza de la aduana y finalmente, pasar por la dañada puerta de mar hacia el largo y vetusto muelle[15], en donde sus botes los esperaban para reembarcarse. Las columnas avanzaban en perfecto orden, llevando cada una a sus muertos y heridos[16]. Baudin, en virtud de la gran defensa que los mexicanos habían hecho en los cuarteles, temió que no los dejarían ir tan fácilmente, por lo que mandó que cinco chalupas armadas con carronadas[17] y que pertenecían a la columna del centro, se situaran y permanecieran al final de la playa que se formaba junto a la muralla y a ambos lados del muelle, hasta que las otras barcas hubieran partido. También hizo colocar en el extremo del muelle la pieza de a 6 mexicana, cargada con metralla y apuntando amenazadoramente hacia la puerta del muelle (Baudin, 1838).
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    El general Santa Anna tuvo noticias de la retirada francesa estando aun en el Matadero. “La ocasión se presentaba propicia y no habría de ser el quien habría de esquivar un buen servicio a la nación.” (Anna, 1905). Rápidamente organizó una columna de 300 hombres, entró por la puerta Merced y marchó hacia el muelle siguiendo el perímetro interior de la muralla de mar (Cambas, 1871). El general aspiraba a “impedirles el reembarco y obligarlos a rendirse a discreción para después apoderarse de la escuadra francesa.” (Anna, 1905).
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    El capitán Giménez se encontraba absorto en el balcón de la casa de Ángel Lascuráin mirando el reembarque de los pelotones franceses en el muelle. Observó que algunos eran transportados a San Juan de Ulúa y otros a las naves situadas cerca de la isla de Sacrificios. También vio como llevaban a sus muertos y heridos, algunos de estos en camastros y otros con vendas tintas en sangre. Varios de estos llegaban por su propio pie y otros, auxiliándose en sus compañeros. Trató de contarlos, pero perdió la cuenta cuando notó que uno de estos grupos empujaba una pieza de artillería que fue colocada en el extremo del muelle, apuntando hacia la puerta del muelle
    A eso de las once de la mañana, vio venir por el rumbo de la carnicería[18] al general Santa Anna conduciendo una columna de alrededor de 300 soldados con las armas bajas. Un poco antes de llegar a la puerta del Muelle se formaron por cuartas de compañía[19], echaron las armas al hombro y tocaron las cajas de guerra marcha redoblada, cuando momentos antes venían a la sordina[20]. Santa Anna llegó entonces a todo galope a la cabeza de la primera columna con la espada desenvainada y apenas había ordenado girar a la derecha a la primera cuarta, obedeciendo esta y dando vista al muelle, cuando los franceses prendieron fuego al cañón (Gimenez, 1911).
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    La metralla barrió a la cabeza la columna, entre ellos a Santa Anna, quien cayó herido con todo y cabalgadura; mató al ayudante de la plaza, el capitán Campomanes, al capitán Soler del Batallón Hidalgo que mandaba la columna y a siete soldados más, hiriendo de gravedad a otros nueve. También cayó el capitán Francisco P. Osta, cuando el caballo que montaba fue muerto por la misma metralla cerca de la plazuela del muelle. La columna se desordenó por completo por algunos instantes, pero los franceses no avanzaron y continuaron reembarcándose, siendo los últimos en hacerlo el príncipe de Joinville, el almirante Baudin y su estado mayor (Anna, 1905), (Gimenez, 1911), (Editorial, 1870).
Pintura que muestra el momento en que la columna dirigida por el gral. Santa Anna (a caballo y de sombrero color claro de ala), avanza hacia la puerta del muelle.
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    Joinville se encontraba en el muelle apoyando en el reembarque cuando escuchó vítores y música de guerra proveniente de la ciudad. Fue entonces cuando vio al general Santa Anna a todo galope al frente de una columna por la puerta del muelle, listo para echar a los franceses al mar. En eso, el estampido del cañón en el muelle lo tomó desprevenido y antes de embarcarse él, Baudin y otros oficiales, alcanzó a ver a la metralla impactar en la cabeza de la columna, echando a todo mundo contra el piso, incluyendo a Santa Anna y a su caballo (Joinville, 1895).
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    Charles Baudin, presuroso, hizo embarcar al pelotón de marinos que se había quedado a vigilar la puerta del Muelle. Estaba a punto de embarcarse cuando vio salir por la puerta a una columna a toda carrera, encabezada por el general Santa Anna. Presuroso, hizo pender fuego al cañón y subió a su bote sin ver el resultado del cañonazo. La metralla de la pieza de a 6 hizo estragos en la columna mexicana, haciendo que una parte de los hombres que la componía se tirara por la derecha del muelle hacia la playa y se ocultara al pie de la muralla, mientras que el resto, ya guarecido y repuesto de la sorpresa, se tornaron en mortales tiradores. La segunda y tercera cuarta avanzó audazmente hasta el extremo de muelle e inició un animado fuego de fusilería, principalmente al bote donde iba Baudin, que en un momento estuvo materialmente cubierto de balas. Dos de los oficiales que se encontraban junto al almirante lo cubrieron con sus cuerpos, resultando heridos de gravedad. Al final, las balas mexicanas hirieron gravemente a los dos oficiales antes mencionados y mató a un cadete de primera clase. Inesperadamente, se incorporó en el bote el secretario de Baudin, que llevaba un rifle de doble cañón, con el cual hizo dos disparos que hicieron caer a igual número de mexicanos. Fue entonces cuando el almirante mandó que las cinco chalupas con carronadas abrieran fuego. La metralla combinada hizo una masacre entre la fuerza mexicana que disparaba en el muelle. (Baudin, 1838), (Joinville, 1895).
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    En medio del desorden que generaron los cañonazos sobre la columna, surgió imperiosa la voz del entonces teniente coronel Bartolomé Arzamendi, quien se encargó de restablecer la disciplina y reorganizar la columna, alentándola, para enseguida encabezar el avance de ésta al extremo del muelle donde se continuó haciendo fuego sobre las lanchas francesas que se alejaban. Todavía respondieron al fuego los franceses, cayendo heridos dos soldados mexicanos sobre la plancha del muelle (Perdomo, 1985).
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    Se le brindaron los primeros cuidados en el Salón del Banderas del cuartel principal, en donde permaneció inconsciente por cerca de dos horas. Santa Anna, al recobrar el conocimiento, pudo ver lo lamentable de su estado: aún se encontraba en el mismo catre en que había sido transportado, con la pantorrilla izquierda despedazada, un dedo de la mano derecha roto, y el resto del cuerpo con contusiones. Las opiniones alrededor eran que no lograría sobrevivir; sin embargo, tuvo la fuerza para ordenar que las tropas evacuaran la plaza y se replegaran a Pocitos. También delegó el mando al coronel Ramón Hernández, que era el oficial con mayor antigüedad en la plaza. (Anna, 1905), (Gimenez, 1911).
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    El capitán Giménez y su amigo Lascuráin se encaminaron a los cuarteles, los cuales encontraron cerrados y atrincherados. Sólo se podía entrar por una ventana a través de una escalera de mano. Estando Giménez incapacitado para poder subir, mandó a llamar al coronel Hernández.
    El coronel se encontraba cumpliendo las disposiciones de Santa Anna, cuando recibió el aviso que el capitán se encontraba afuera. Al asomarse por la ventana vio a Giménez todo cubierto de vendas tintas en sangre.

–¡Coronel, soy el capitán Giménez! ¿Cómo se encuentra el general Santa Anna?

–Está mal herido. – Respondió Hernández desde la ventana. –Tiene la pierna izquierda fracturada y su estado general es muy lamentable.

– ¿Dónde está? ¿Está adentro?

– No. Estuvo aquí, pero se hizo conducir hasta el punto de los Pocitos, pues él mismo mandó que todas las fuerzas se concentraran allá. Yo me estoy encargando de que se cumpla lo ordenado.
    Giménez caviló un momento. Pocitos se encontraba como a una legua[21] y su estado no era de lo mejor. Sin embargo, su lealtad era más grande que sus dolencias y empujado por ella gritó al oficial:
–Coronel, le suplico mande abrir la puerta Merced para que pueda salir. Voy a Pocitos a alcanzar al general.
    Hernández, asintiendo se retiró de la ventana y pocos instantes después el crujir de la pesada puerta de madera indicó a Giménez y a Lascuráin que la puerta Merced estaba abierta. Una vez afuera, la vista de la antigua Alameda con sus secas y polvosas “plantas de ornato”, así como la aridez del terreno, lo hizo dudar de nuevo. En la lejanía, los altos médanos se veían imponentes. “Por lo menos no hay sol”, pensó mientras respiraba hondo e iniciaba su doloroso recorrido apoyado en Lascuráin.
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    Baudin estaba enojado. Santa Anna había trastocado todas sus intenciones de salir impoluto de este hecho de armas. “Todo iba muy bien hasta que ese cretino logró escapar”. Pensó. “El príncipe se desempeñó bien en la misión, pero la providencia estuvo del lado de Santa Anna.” Miraba a sus dos oficiales heridos, uno de los cuales lanzaba dolorosos quejidos. Estos hicieron que su enojo creciera más. “¡Ellos salvaron mi vida, pues más de una bala había sido para mí y sus cuerpos las recibieron! La sangre por ellos demarrada debía ser cobrada. ¡Merecen ser vengados!”
    El bote donde se transportaba se bamboleaba con fuerza, haciendo que el oleaje salpicara en el interior. “El norte está empezando a soplar. Al final fue buena la decisión de salir de esa pestilente ciudad”. La embarcación se aproximó al costado de la Nereida, la cual fue enseguida enganchada por los marinos de abordo para ser subida. No bien había pisado Baudin la cubierta, cuando dio la orden para que la nave de Joinville, la corveta Criolla, lanzara una andanada a los cuarteles cada cinco minutos. Los nueve muertos y 56 heridos franceses lo merecían. También los merecían.
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    El general Arista daba de vueltas en su estrecha celda. Se sentía impotente. Si bien desde que llegó al bergantín Cuirasier habían sido bien tratados tanto él como los demás oficiales capturados, no había podido evitar la frustración cuando escuchó la vívida defensa de los cuarteles y el posterior cañonazo en el muelle. También fue testigo del cañoneo desde el mismo buque donde se encontraba contra lo que él creía era la ciudad. Posteriormente, se le informó que él sería llevado a la Francia y que entre los heridos durante el ataque se encontraba su incómodo ex compañero de luchas, el general Santa Anna. Entre tanto, fue trasladado a la corbeta Nayade, que tenía programado salir para Francia al día siguiente. Sin embargo, no permaneció mucho tiempo en este buque, pues fue trasladado a la fragata Gloria en donde permaneció hasta que fue liberado el 27 de enero de 1839, previo empeño de su palabra de que no tomaría las armas contra Francia en la actual guerra (Arista, 1840).
*****
    Apenas el capitán Giménez y su amigo Lascuráin se había alejado un poco de la puerta Merced, cuando la corveta Criolla y el bergantín Cuirasier rompieron fuego sobre la ciudad. Si bien los proyectiles debían impactar en los cuarteles, la falta de precisión de los artilleros franceses hizo que éstos cayeran en los alrededores del recinto militar, impactando varios de ellos en la cúpula de la iglesia de la Merced y en la base de su torre, dañándola severamente; también cayeron en las casas y calles aledañas y en el camino a Pocitos. Los proyectiles silbaban en el aire antes de explotar, sin embargo, ya a casi nadie lastimaban o mataban, pues la ciudad había sido abandonada[22].
    El capitán trató de acelerar el paso para salir de la zona del bombardeo; pero la arena suelta lo obligaron a esforzarse a cada paso, lo que, aunado a su propia debilidad, terminaron por hacerlo sentar en el suelo. En ese momento pasó por el camino la artillería, situación que aprovechó para ser montado en una de las piezas, pero como aún tenía los brazos y manos vendadas al cuerpo, no tuvo forma de sostenerse y pronto se fue de lado contra una de las ruedas. Lo bajaron y tuvo que continuar su penosa marcha caminando. El dolor y el cansancio lo agobiaban. En eso, ambos vieron que un aspirante de marina se dirigía a Veracruz montado a caballo. Giménez y Lascuráin le hicieron señas y tras acercarse, le suplicaron permitiera al capitán montar al equino para transportarse a Pocitos. El aspirante, percatándose del estado en que se encontraba el oficial, accedió gustoso y entre los dos subieron al capitán al caballo.
    Llegaron a Pocitos después de las dos de la tarde. El rancho de Pocitos, generalmente tranquilo, ahora se encontraba invadido por una multitud que contrastaba por las distintas vestimentas y uniformes, un maremágnum de oficiales, tropa y de civiles que habían huido de la ciudad. Por doquier podía verse armamento de muy diversa índole y a los heridos[23] siendo atendidos lo mejor que se podía considerando lo precario de la situación. La fuerza volante de Arista iba también llegando poco a poco al sitio de reunión, aumentando con ello el movimiento y la cantidad de gente. En el extremo del campo, un grupo de soldados se encontraban reunidos alrededor de una fogata. Encima de las llamas estaba colocado un humeante perol que era constantemente removido por una mujer de marcados rasgos indígenas. La mujer, de trenza y larga falda oscura, se tapó la cabeza con su rebozo cuando sintió que un ligero y frío viento del norte acarició su piel. En eso, alguien gritó algo mientras señalaba hacia el oriente, haciendo que varios voltearan en esa dirección: Una gruesa capa de neblina empezó a aproximarse desde el mar, avanzaba cual si fuera una enorme ola, tragándose a la escuadra francesa primero y después a la ciudad, hasta que solo sobresalieron de esta última, las cúpulas y torres más altas.
    Tras preguntar en qué casa se encontraba el general, el capitán Giménez se presentó ante Santa Anna, el cual de momento no lo reconoció.

–General. Soy el capitán Giménez. Su Ayudante.

Santa Anna lo observó con más detenimiento y de pronto su rostro se iluminó, a la vez que soltaba una sonora y dolorosa carcajada.

–¡Hombre, si lo han puesto a usted que parece un Ecce Homo[24]!–. Giménez rió con él ante la ocurrencia. Sin más, el general mandó a que pusieran un catre en un rincón de la misma pieza en donde él estaba. Giménez se recostó y por fin pudo descansar un poco (Gimenez, 1911).
*****
    Algunas horas después y ya con la totalidad de la fuerza volante en el campamento de Pocitos, Santa Anna mandó a llamar al coronel José García Conde para dictarle el parte militar que conmovería a toda la nación mexicana de esa época, siendo reproducida casi en seguida en todos los periódicos de la época y posteriormente, en los libros de historia del siglo XIX e inicios del XX. Aquí, parte de su contenido:
    “[…] Yo no dudo del sagrado fuego que anima a los defensores de la independencia nacional, quien sabrá conservar ileso el honor de las armas que la nación ha puesto sus manos para su defensa: no necesitan ciertamente del ejemplo que les dejo; y yo muero lleno de placer por que la Providencia Divina me ha concedido consagrarle toda mi sangre. […] Al concluir mi existencia no puedo dejar de manifestar la satisfacción que también me acompaña de haber visto principios de reconciliación entre los mexicanos. Di mi último abrazo al general Arista, con quien estaba desgraciadamente desavenido, y desde aquí lo dirijo ahora a S. E., el presidente de la república como muestra de mi reconocimiento por haberme honrado en el momento de peligro; lo doy así mismo a todos mis compatriotas, y les conjuro por la patria que se hallaba en tanto peligro, a que depongan sus resentimientos, a que se unan todos formando un muro impenetrable donde se estrellará la osadía francesa.”
    “Pido también al gobierno de mi patria, que en estos mismos médanos sea sepultado mi cuerpo, para que sepan todos mis compañeros de armas, que esta es la línea de batalla que les dejo marcada; que de hoy en adelante no osen pisar nuestro territorio con su inmunda planta los más injustos enemigos de los mexicanos. […] Los mexicanos todos, olvidando mis errores políticos, no me nieguen el único título que quiero donar a mis hijos: el de un Buen Mexicano”.
Dios y Libertad. Cuartel general sobre los médanos al frente de Veracruz. Diciembre 5 de 1838.- Antonio López de Santa Anna.- Excelentísimo Sr. Ministro de la guerra.”
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    Le amputaron la pierna el día 6 de diciembre a las 11:00 de la mañana con la asistencia de varias personas, entre ellas doña Inés, su esposa, que les auxilió con mucha valentía. Con las acciones militares del día anterior, Santa Anna recobró el prestigio perdido en la batalla de San Jacinto y volvió a ocupar, aunque interinamente, la primera magistratura del país en febrero de 1839. En cuanto a la pierna amputada, esta fue inhumada por el párroco de Veracruz en la hacienda de Manga de Clavo. En 1842 fue exhumada y trasladada al cementerio de Santa Paula en la capital del país (Cambas, 1871) para ser nuevamente inhumada en “[…] Una columna sobre alta gradería. Sobre el capitel dorado una urna o sarcófago donde se colocó la pierna. Sobre dicha arca se ve un cañón de artillería, y descansando sobre esta el águila mexicana que destroza una culebra. En la base de la columna aparecen cuatro lápidas” sin inscripción (Bustamente, 1842).
    La pierna permaneció allí hasta el 6 de diciembre de 1844, cuando a causa de un pronunciamiento en contra de Santa Anna, fue extraída por el populacho y destruida el arca. Con el pasar de los años, el Héroe de Tampico perdió este epíteto, para ser cambiado por el mote despectivo de “El Quince Uñas
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Imagen de encabezado: "La gloriosa acción de Veracruz ganada por los mexicanos ante los franceses el 5 de Dibre. de 1838...". La pintura muestra el momento en que el general Santa Anna (a caballo y de sombrero), se dirige a la puerta de entrada del muelle. En esta, algunos franceses (posiblemente artilleros de marina) con bandera de parlamento, buscan salir también hacia el muelle. A la derecha, la columna mexicana dividida en cuartas de compañía. Fuente: WikiMéxico. "La guerra de los pasteles". http://www.wikimexico.com/articulo/guerra-de-los-pasteles?fbclid=IwAR0u2mESC3Sn-b_YosMiDW3Q6udGFCLXxiXvkOcDfs3UWX0FEqmG3NDidBU

Capítulos previos:
Primera entrega: Aquí
Segunda entregaAquí
Tercera entrega: Aquí
Cuarta entrega: Aquí
Quinta entrega: Aquí
Sexta entrega: Aquí

[1] Ver la entrega No. 6 de esta misma serie.

[2] Hoy en día toda la avenida Independencia.

[3] Piedra de canto redondo procedente de los ríos y que fue utilizada en las calles de Veracruz desde la Colonia a modo de pavimento.

[4] Hoy Fco. Canal. Esta calle abarcaba de Independencia a 5 de Mayo.

[5] Hoy callejón Héroe de Nacozari.

[6] ¿Dónde vive usted, capitán?

[7] Aquella casa es donde vivo.

[8] Me es sensible la desgracia de Ud., son azares de la guerra; pero no tendrá Ud., que quejarse del trato que reciba de las tropas francesas.

[9] Hoy, avenida 5 de Mayo.

[10] Sala de un cuartel, hospital o prisión, en que duermen muchos (RAE).

[11] La fuerza volante se encontraba aun en Santa Fe. Esto debido a que el dragón que conducía la orden para que esta se desplazara a Pocitos, desertó. El oficio donde se daba la orden de moverse a este punto fue encontrando por un teniente coronel el 5 de diciembre mismo, tirado en la playa (Arista, 1840). Otra versión dice que el dragón simplemente se emborrachó y por ello no entregó el aviso.

[12] Los franceses ingresaron al hospital de San Carlos por la puerta que mira hacia Serdán y salieron por la puerta que da a la calle de Arista. De allí siguieron por esta última para doblar en Madero y avanzar hasta Esteban Morales, en donde finalmente doblaron hasta alcanzar 5 de Mayo.

[13] Este cuartel fue demolido en parte en 1915 para ampliar la Avenida 5 de Mayo y construir el hoy Palacio Federal.

[14] Según Baudin, fueron inutilizadas en total 82 bocas de fuego: 30 en el baluarte de Santiago, 15 en el de la Concepción, ocho en el baluarte San José, seis en la batería San Fernando, ocho en el baluarte San Juan, ocho más en el San Mateo y siete en el baluarte San Javier. Dejó sin tocar algunos cañones situados en los techos de las iglesias, pues además de ser pocas en número, no quiso correr el riesgo de que se diera alguna profanación (Baudin, 1838).

[15] Hoy la avenida Independencia, desde la calle de Fco. Canal hasta Zamora; después atravesaron la plaza de armas para finalmente tomar la calle de Lerdo hasta el muelle.

[16] En su parte, Baudin indicó que sus bajas fueron “poco considerables”: nueve muertos y 56 heridos (Baudin, 1838). Sin embargo, sus pérdidas fueron grandes durante el tiempo que duro el bloqueo. Pues durante los meses de junio a octubre, las fuerzas francesas fueron atacadas por el vómito y el escorbuto. La isla de Sacrificios y en menor medida, la isla Verde, sirvieron como tumbas para las numerosas víctimas que cayeron por ambas enfermedades.

[17] Pieza corta de artillería naval. Con un largo entre 0.7 y 1,6 m, eran mucho más cortas que las normales piezas de artillería naval, pero de mayor calibre y potencia. Los proyectiles de las carronadas eran preferentemente balas huecas, metralla y balas para romper la jarcia y velas.

[18] Esta carnicería era el antiguo mercado de carnes, aves y pescado que se encontraba situado en donde hace pocos años estuvo el mercado de pescadería, sobre la calle de Landero y Coss, a un lado de la Heroica Escuela Naval.

[19] La compañía que comandaba Santa Anna fue dividida en dos partes iguales llamadas mitades; y cada mitad en otras dos partes iguales, llamadas cuartas.

[20] Es decir, sonaron los tambores marcha redoblada cuando antes venían en silencio.

[21] Un poco más de cuatro kilómetros.

[22] El bombardeo se mantuvo hasta las tres de la tarde. (Carta de Jalapa fecha 10 de diciembre).

[23] En su parte, Santa Anna reportó sus bajas en 25 hombres, entre muertos y heridos.

[24] Ecce Homo. “He aquí el hombre”. Se trata de las palabras pronunciadas por Poncio Pilato, el gobernador romano de Judea, cuando presentó a Jesús de Nazaret ante la muchedumbre hostil a la que sometía el destino final del reo. Su uso coloquial está vinculada a una imagen de físicamente maltrecho.


Fuentes:

  • Anna, A. L. (1905). Mi historia militar y política. 1810-1874. Memorias inéditas. México: Librería de la Vda. de Ch. Bouret.
  • Arista, M. (27 de Abril de 1840). Manifiesto que hace a sus conciudadanos el general Mariano Arista. Diario de Gobierno de la República Mexicana, pág. 1.
  • Baudin, C. (1838). Expedition du Mexique - Rapport de M. L'amiral Baudin à M. Le ministre de la marine, du 9 de décembre 1838. 
  • Bravo, J. B. (Abril-junio de 1953). El conflicto con Francia de 1829 - 1839. Historia mexicana II, 477-502.
  • Bustamante, C. M. (1842). El gabinete mexicano durante el Segundo Periodo del Exmo. Señor Presidente D. Anastasio Bustamante. México: Imprenta de José M. Lara.
  • Carta de Jalapa fecha 10 de Diciembre (15 de diciembre de 1838). El Cosmopolita, pág. 4.
  • Editorial. (24 de Diciembre de 1870). El 5 de diciembre de 1838. El Ferrocarril, pág. 1.
  • Gimenez, M. M. (1911). Memorias del coronel Manuel Gimenez. Ayudante de campo del general Santa Anna. México: Librería de la Vda. de Ch. Bouret.
  • Joinville, F.-F.-P.-L.-M. d. (1895). Memoirs (Vieux Souvenirs) of the Prince de Joinville. London: William Heinemann.
  • Perdomo, M. (1985). Bartolomé Arzamendi: Coronel de infantería (Hoja de Servicios). Veracruz: Universidad Veracruzana.
  • Reyes, A. d. (1927). La primera guerra entre México y Francia. México: Secretaría de Relaciones Exteriores.
  • Rivera Cambas, M. (1871). Historia antigua y moderna de Jalapa y de las revoluciones del Estado de Veracruz. México: Imprenta de Ignacio Cumplido.
  • Viva la Independencia. (8 de Diciembre de 1838). Alcance Al Cosmopolita, pág. 2.

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